Podría decirse que uno de los indicadores de la salud de una democracia es el comportamiento respetuoso hacia la diversidad de ideas y la protección de las minorías. No sólo por la existencia de las leyes que la garantizan y por el comportamiento de quienes desde sus posiciones sociales deben ejercer el ejemplo, también por el respeto de los ciudadanos entre sí y del respeto de los ciudadanos hacia sus instituciones y las personas que las representan.

Por eso no puede identificarse la democracia con el hecho de votar de vez en cuando. La democracia es algo complejo que trata de armonizar el conjunto de derechos, y deberes ciudadanos, la protección de las minorías y el respeto por las normas de convivencia.

Nuestra democracia, basada en el pacto de la Transición, partió de un marco general de tolerancia, la Constitución de 1978, marco pactado entre fuerzas de diferente naturaleza y refrendado masivamente por los ciudadanos. En el contexto de ese marco, la sociedad española se ha ido democratizando durante los cuarenta años de su desarrollo, aprobándose progresivamente leyes que reconocen derechos individuales a los ciudadanos y maneras civilizadas de arbitrarlos, al mismo tiempo que se descentralizaba el reparto del poder y se desarrollaba el estado de las autonomías.

Pero la democracia se desnaturaliza si los mismos políticos que nos representan, se relacionan públicamente con insultos, en vez de con el debate de las ideas. También, cuando los recursos públicos no se dedican al bien común y se desvían para el uso y disfrute de las élites que lo tienen que gestionar, aunque esto se haga legalmente. También se desvirtua, cuando desde las mismas instituciones catalanas se afirma que el independentismo representa al pueblo de Cataluña, negando a los catalanes que no se sienten independentistas algo tan básico como la ciudadanía.

La situación se vuelve grave, cuando estos comportamientos acaban incidiendo en el día a día de los ciudadanos, dividiendo a la misma sociedad, afectando a la convivencia y las relaciones personales y propiciando el acoso de los ciudadanos no alineados con las ideas dominantes.

Estos últimos días hemos visto el acoso al que se ha sometido al escritor catalán de origen extremeño, Javier Cercas. Cercas ha sufrido una campaña de intimidación en las redes sociales, por parte del independentismo, simplemente por el hecho de no compartir sus ideas, basándose en un video de hace dos años, descontextualizado. Cercas afirma que no se irá de Cataluña ni se callará. Tampoco se marchó la cineasta Isabel Coixet, en la época en que, acosada por el independentismo, ni siquiera podía salir a pasear el perro. Pero sí hemos visto marcharse a otros profesionales de la cultura, periodistas, políticos, jueces, empresarios e incluso a ciudadanos anónimos, hartos del acoso vecinal y mediático o de la crispación institucional.

En junio de 2019, cuando Ada Colau fue investida alcaldesa por segunda vez, las concejales de Barcelona en Comú cuando atravesaron los escasos metros que separan el Ayuntamiento del Palau de la Generalitat, escucharon cómo centenares de personas --convocadas por entidades y partidos independentistas-- les gritaban "putas, guarras y zorras”. Hace pocos días, Colau ha dejado su cuenta en Twitter, alegando que: "En Twitter se han normalizado los insultos, las amenazas y el acoso a las mujeres que hacemos política". Fue elegante al decirlo, ya que esto no ocurre con todas las mujeres. Digamos que el acoso político en las mujeres de izquierdas no independentistas, se ve reforzado, además, por el machismo.

Paola Lo Cascio, historiadora y politóloga y profesora de la UB, refiriéndose a las elecciones del 14 de febrero en Cataluña y en relación con el pacto firmado por las fuerzas independentistas para no pactar con el PSC para gobernar Cataluña, dijo: “…mirado con un poco de distancia, no deja de ser muy sorprendente y atípico en el panorama de las democracias consolidadas europeas que existan cordones sanitarios no con respecto a la ultraderecha --como en muchos sitios se está haciendo, con o sin papeles de por medio-- sino contra una fuerza política de la familia socialdemócrata”. Por cierto, esta historiadora, politóloga y de izquierdas sufre profusa y sistemáticamente el acoso del independentismo.

La confianza inicial del independentismo en conseguir sus fines debido a su propia situación de privilegio --el dominio de los recursos públicos, el silencio durante décadas de gran parte de la población catalana, el dominio de los medios de comunicación, la propia capacidad de organización y de movilización, o el uso de un lenguaje sistemáticamente falacioso y confuso, más pensado para la adscripción emocional que para la reflexión sensata-- se ha vuelto agresividad ante el fracaso. No sólo fracaso por no haber conseguido la independencia en el tiempo propuesto, también se trata del fracaso ideológico al irse desmontando, una a una, las falacias en las que se sustentaba el argumentario independentista. Todo se iba a conseguir, mediante la unión del independentismo, en pocos meses; el movimiento era pacífico; la base independentista se iría ampliando; habría un movimiento internacional de reconocimiento, el gobierno español no se atrevería a intervenir, etc.

La realidad es que hemos visto violencia física en las calles y violencia verbal en las redes. También hemos visto que progresivamente, voces no independentistas, han empezado a hablar y el acoso, inicialmente sufrido en silencio, ya se atreve a ser denunciado en público.

Aunque el independentismo siga llamando fascistas a los que no piensan como ellos, la realidad es que la izquierda ha sido especialmente perseguida por el independentismo, como demuestran los ejemplos anteriores. Fascismo es, precisamente, la exacerbación del nacionalismo, sinónimo de intolerancia, pensamiento único, intento de homogeneización de la sociedad y aniquilación del adversario y de las minorías. Pues eso, como dice el refrán popular, “dime de lo que presumes y te diré de lo que careces”.

Obviamente, el independentismo tiene derecho a existir, precisamente porque estamos en una democracia. Pero de ningún modo es admisible que, en aras de su libertad, acosen a los que no piensan como ellos. En aras, precisamente a nuestra libertad, estos comportamientos antidemocráticos y fascistoides tienen que ser denunciados. Nuestra obligación, como demócratas, es precisamente, defender a aquellos que se ven perseguidos y acosados por sus ideas, siempre y cuando las defiendan con argumentos y con el respeto a los demás. Vivan nuestros conciudadanos valientes que, aún a sabiendas del peligro de ser acosados, se atreven a manifestar sus ideas en público, porque ellos representan la salvaguarda de la pluralidad y de la salud de nuestra democracia, continuamente amenazada, precisamente por acosadores que se organizan para perseguir e insultar a los que no piensan como ellos.