Personaje fascinante para unos, despreciable para otros, tribuno popular o tribuno populista, Pablo Iglesias no deja indiferente a casi nadie. Es más, en el muy mediocre panorama de los dirigentes políticos actuales destaca por su agudeza y su retórica brillante, se compartan o no.
Su salida del Gobierno de España ha sido profusamente interpretada, su versión personal: concurrir a las elecciones de la Comunidad de Madrid, el 4 de mayo, para evitar que Isabel Díaz Ayuso gobierne con Vox, es sólo parcialmente convincente. Lo es en la medida de que su nombre en la papeleta salvará a Podemos de una debacle electoral que había sido anunciada por las encuestas. Pero queda mucho por interpretar.
Durante años, Iglesias propagó la idea que quería gobernar para transformar. Su metáfora “asaltar los cielos” --plagiada a Marx, que la había formulado por la Comuna de París de 1871-- era más o menos eso. Lo consiguió en coalición con el PSOE y con planteamientos muy rebajados; lo que dan de sí 35 diputados ante los 120 del PSOE, al que en las elecciones de 2016 había aspirado a superar.
El asalto al cielo se redujo a una vicepresidencia segunda con las competencias de Derechos Sociales y Agenda 2030, más otros cuatro cargos ministeriales para Podemos con el Ministerio de Trabajo y Economía Social como el más relevante, llevado eficientemente por Yolanda Díaz.
Una vez en el Gobierno, Iglesias influyó e hizo mucho ruido con frecuentes apariciones en los medios, pero lo que se dice gobernar, en el sentido de la gestión gubernamental, gobernó poco. Él se ha justificado alegando lo parco de sus competencias y los escasos medios de que dispuso; en parte tiene razón, pero es lo que aceptó.
Pudo haber sacado mucho partido de la Agenda 2030, que es el futuro, el futuro al que tanto le gusta remitirse. La Agenda con 17 objetivos y 169 propuestas --la mayoría de cuyos retos figuran en el programa de Podemos (y en el del PSOE)-- es el proyecto global más ambicioso de Naciones Unidas para transformar nuestro mundo, gravemente dañado por la explotación material y las desigualdades. No lo hizo.
En cambio, se prodigó como oposición interna del Gobierno en un desdoblamiento político que, más allá de las discrepancias que suelen darse en las coaliciones, bien puede calificarse de institucionalmente desleal.
Su terreno de juego preferido como oponente ha sido unas veces la monarquía y otras Cataluña, ambos asuntos muy sensibles, bien escogidos por tanto para dotar de espectáculo el juego.
Participando en el Gobierno de España, Iglesias ha cuestionado la monarquía parlamentaria como forma política de nuestro Estado, y ha llamado a avanzar hacia una nueva república que “llegará más pronto que tarde”. Como idea, legítima; como manifestación, impropia de un miembro del Gobierno; como propuesta política, fraudulenta.
Iglesias nunca ha explicado cómo cree que se alcanzaría la república. Cambiar la forma política del Estado sin atajos anticonstitucionales supondría la semiparalización de España durante un largo período por la necesaria revisión constitucional y la redacción de un nuevo texto, mayorías de dos tercios del Congreso y del Senado, dos referéndums y dos elecciones generales con sus respectivas campañas. Todo ello con resultados inciertos, pero con divisiones e impactos económicos y sociales seguros. Y con secesionistas y otros radicales desintegradores al acecho a ver qué perturbación provocan y qué provecho sacan.
Con atajos anticonstitucionales sería un “asalto al cielo” revolucionario, con las consecuencias de incalculable coste que se pueden deducir.
En cuanto a Cataluña, sí ha puesto algo de sordina al “derecho a decidir” o “derecho a la autodeterminación” --menos lo han hecho los de En Comú Podem--, pero sus intervenciones en relación con el procés han sido desafortunadas y con frecuencia desconsiderando el marco legal. Tener por exiliados a Carles Puigdemont y los otros es una falsedad jurídica, una provocación burda y, moralmente, un crimen de lesa memoria hacia los exiliados republicanos españoles con los que dice tener lazos emocionales y coincidencias políticas.
Pablo Iglesias es doctor en Ciencia Política, licenciado en Derecho y Ciencia Política, titulado en un máster de Humanidades y en otro de Comunicación, doctor honoris causa y galardonado. Más o mejor que la mayoría de los dirigentes políticos de primera línea.
De semejante currículum académico cabía esperar seriedad y prudencia, desde esa formación teórica no se podía alegar ignorancia ni abusar de licencias interpretativas en cuestiones que atañen a la Constitución y al Estado de Derecho. Y como miembro del Gobierno se debía a la lealtad institucional y a un escrupuloso respeto formal de ese Estado de Derecho.
Cuando accedió al Ejecutivo, Iglesias no tenía ninguna experiencia de gobierno, no había desempeñado nunca un cargo público gubernamental. Descubrir la complejidad, la sacrificada dedicación y las limitaciones de la tarea de un ministro en una democracia liberal se comprende que pueda frustrar, si se pretende “asaltar el cielo” por todo lo alto.
Tal vez consciente de que no es hombre de gobierno haya tenido la honestidad de dejarlo y probar suerte en otro nivel --ahora en el regional, puede que más adelante en el local--, hasta que vuelva a encontrarse en la tesitura de tener que gobernar en un sitio u otro. Entonces veremos qué hace.