Por mucho que insistamos en la oportunidad de que la unidad de España se mantenga, los argumentos utilizados para defenderla frente a los del soberanismo independentista se dirimen en interpretaciones que conducen a un diálogo sin salida. Para los nacionalistas la sublevación de 1640 y la posterior derrota austracista de 1714 solo tiene una salida: la autodeterminación y la constitución de un nuevo estado, como ocurrió con Portugal. Para otros historiadores aquella “revolta”, en cambio, no fue una lucha por la independencia de una nación, ese concepto tal como lo entendemos hoy día no existía. A posteriori se ha utilizado como argumento a finales del XIX, y fundamentalmente en el XX. Lo mismo ocurre con la aportación económica catalana a España que, según el nacionalismo, está esquilmando las posibilidades de crecimiento de Cataluña. Y además la vinculación al Estado impediría la libre expresión cultural de su lengua y de su capacidad de expansión científica y tecnológica.
De esa manera los contraargumentos historicistas, económicos y culturales del antinacionalismo acaban en un debate de interpretaciones estancas sin posibilidad de acuerdos. Desde esta perspectiva el supremacismo catalanista intenta además justificar, con mayor o menor radicalidad, que la independencia es un bien que favorece no solo a Cataluña sino también al resto de España. Parten de la idea de que existe en Cataluña la convicción, en una parte significativa de sus ciudadanos/as (aunque no mayoritaria), de que es una nación con derecho a la autodeterminación y, junto a los debates infinitos sobre su concepto y su significado, la independencia supone separarse de un estado esclerotizado, con unas clases sociales y políticas que no entienden las realidades nacionales y desprecia a Cataluña tachándola de sociedad egoísta, sin valorar su aportación a España. Convivir en la actual estructura política supone para el soberanismo independentista retrasar su potencialidad y libertad como pueblo. Y alcanzar la soberanía propia podría producir una convulsión social en el resto de la sociedad española que acabe con el dominio de sus elites seculares enquistadas en la concepción de una España eterna.
España tendría, desde la perspectiva nacionalista, que enfrentarse a su propia realidad y podría aprovechar sus capacidades para salir de su posición pasiva, a costa de la aportación catalana al PIB español. Se vería obligada a abordar, si quiere mantener su estatus de bienestar, la reestructuración de todo su sistema económico, social y político para impulsar una dinámica diferente, “ponerse las pilas” en suma, para sobrepasar la situación de dependencia de la contribución catalana, que mantiene de manera prioritaria el desarrollo español, tal como lo interpreta el Piamonte y la Toscana en Italia. Cataluña realizó la revolución industrial en España, con lo que ello significa para el supremacismo catalanista de modernización social, y de creación de una estructura cultural que ha permitido aportar a la investigación científica, la tecnología, la medicina, el pensamiento económico, el deporte… un nivel comparable al de los países más desarrollados, aunque el “procés” le haya conducido a una cierta decadencia. Y si defendió el proteccionismo en el comienzo del 'take off' industrial lo hizo en la línea de otros países que tuvieron la necesidad de proteger su industria ante la competencia de las empresas extranjeras más avanzadas y consolidadas. Cuenta, además, con una lengua que ha desarrollado una filología de prestigio, así como una literatura de calidad.
Algunos historiadores de la economía española señalan que esa industrialización ha sido posible gracias al mercado español. Y si en el resto de España fracasó en el siglo XIX y parte del XX, y la catalana resistió, fue porque el Estado la protegió ante la presión del catalanismo, aunque este no pudo controlar la política económica a su gusto por la imposición de otros intereses agrarios que controlaban el sistema político de la Restauración. Solo en Euskadi, después en Madrid al socaire del poder político, y en la Comunidad Valenciana, nació una industrialización autónoma, principalmente de consumo, desde un empresariado emprendedor sin gran conexión con el sistema financiero. España es, por tanto, un país donde sus clases dirigentes industriales no hegemonizaron el control del Estado de manera prioritaria como ocurre en Alemania, Gran Bretaña, Francia, Italia o Rusia, donde las zonas donde despegó la industrialización controlan el poder político del país desde el siglo XIX (Prusia, La Ille de France, Londres, el Piamonte, Moscú)
Si Cataluña ha tenido un papel predominante en el desarrollo económico y social español, es posible admitir también que su vinculación con el resto de España ha contribuido a su expansión, a pesar de las incomprensiones de cierta clase política española y de una parte de la sociedad que incluso clama porque se vayan, lo que favorece los intereses nacionalistas. Así, si los argumentos historicistas, económicos o identitarios de una y otra parte sirven para agudizar el enfrentamiento, queda solo acudir a la solidaridad moral o a la fuerza, lo que agudizaría, en este caso, el problema y sería el cuento de nunca acabar. Ni Espartero ni Franco aplastaron el nacionalismo catalanista, que va camino de hacerse mayoritario ante la pasividad española que solo apela a la legalidad vigente, como si esta estuviera condenada a ser eterna. Si hemos llegado en varias parcelas sociales a practicar la solidaridad comunitaria como una manera de mejorar la convivencia y el bienestar en una sociedad ya construida y convertida en Estado, ¿por qué vamos a aplicar políticas conductistas que perjudiquen a varias generaciones? ¿Es por tanto posible entender la unidad en base a la moral solidaria atendiendo a los cambios legislativos que puedan pactarse, o impondremos la fuerza?