Con sus recientes emulsiones, el coro nacionalista ha vuelto a recordar cuán necesario es para sus objetivos continuar con la repre(n)sión de la práctica de hablar en castellano (o español) en Cataluña. Es larga la recua de defensores del catalán como lengua única, con el delirante argumento de ser lengua propia y el no menos paranoico de estar sometida a un pretendido y planificado proceso de sustitución, que desde 1714 está aplicando el “malvado” Estado español. De Aurora Madaula, Laura Borràs o de tantísimos otros fanáticos ---a los que les repugna oír el castellano en el Parlament-- se puede esperar todo, pero al común de la “progresía” no catalana le ha sorprendido el argumento identitario de Josep Ramoneda en su crítica al bilingüismo parlamentario de Illa. Harían bien esos ciudadanos, desprevenidos o autoengañados, en aplicar términos como “puertas giratorias” o “salidas del armario” a este tipo de gestos y comentarios que, de tanto en tanto, practican sujetos con profundas convicciones nacionalistas, es decir, reaccionarias y excluyentes.
Lejos de ser parte de un supuesto plan de aniquilación del catalán, el castellano pervive porque es parte fundamental de los espacios de la voz en Cataluña. Dirán los nacionalistas que esta presencia es, por ejemplo, gracias a tantas cadenas de radio o de televisión que emiten en español, quizás, pero entonces deberían añadir también a las redes sociales como parte de ese premeditado proyecto de destrucción lingüística. Visto así, la acumulación de volúmenes en castellano en librerías y bibliotecas, públicas o privadas, son también un simbólico ejército de ocupación. ¡Cuántas veces habrán soñado muchos nacionalistas con una enorme pira de libros por Sant Joan en la plaza Sant Jaume!
No sólo hablar, para los nacionalistas fanatizados también leer en castellano puede ser un gesto que delate al hereje. No se extrañe la ciudadanía si un día de estos, algún ideólogo hispanófobo condena públicamente aquellas prácticas lectoras que resisten al adoctrinamiento de la sagrada palabra nacional y monolingüe. Tal y como hizo en 1612 el Inquisidor General, Bernardo de Sandoval, con la prohibición de libros que contenían doctrina de herejes: “que por ningún medio tanto se comunica y dilata como por el de los libros que, siendo maestros mudos, continuamente hablan y enseñan a todas horas y en todos lugares, aun a los que no pudo llegar la fuerza de la palabra”.
La distopía Farenheit 451 de la república catalana ya es no sólo imaginación, es una realidad palpable. El nacionalismo únicamente necesita aprobar su propia Constitució, hasta el Consell tienen. Sus fervientes seguidores ya piensan y escriben con términos culturales, políticos y jurídicos que se amparan en ese anhelado texto fundacional y esencialista. Es comprensible que en su imaginario el castellano deba ser silenciado. Ha de ser muy doloroso que, en su cotidiana vida nacional, se haga pública cualquier expresión en la voz del enemigo.
Uno de los errores del nacionalismo etnolingüístico con cascarón republicanista es confundir público con poble. El público tiene proporciones gigantescas, lo invade todo. Es una gran masa amorfa en constante movimiento, con la que se siente muy incómodo el poble, otra masa modelada por los dirigentes nacionalistas y nutrida con el 25% de electores que les votan. Existe una evidente tensión entre el vulgo catalán y la élite catalanista, un conflicto que no se resolverá, entre otras causas, mientras el catalán sea considerado la única lengua propia y el castellano en Cataluña sobreviva entre la voz y el silencio. Porque no es sólo identidad, es también negocio.