Un estudio que acaba de publicarse sostiene que el uso de las mascarillas reduce nuestra capacidad auditiva.

Inexpresivos por el antifaz, ahora resulta que también nos volvemos sordos. ¿Será por esto que la gente grita tanto en Madrid? Y en toda España. ¿Es porque están sordos?

Esto me recuerda que el otro día escuché en Radio Nacional el Testamento de Heiligenstdt, de Beethoven. Es una carta verdaderamente conmovedora, que redactó en 1802, cuando creía que se iba a morir, y que se encontró entre sus papeles cuando efectivamente murió, más de 20 años después. Él en vida no se la había dado a leer a nadie.

En esa carta Beethoven se dirige a sus hermanos Kaspar y Nikolaus, les lega su pequeña fortuna, y en un tono patético les dice: “Vosotros, que pensáis que soy un ser odioso, obstinado, misántropo, o que me hacéis pasar por tal, ¡qué injustos sois! Ignoráis la secreta razón de lo que así os parece…”

Sus hermanos nunca han sabido, porque él se ha guardado mucho de hablar de ello, lo mucho que ha estado sufriendo Ludwig desde que se ha quedado sordo, tragedia especialmente desgarradora para un músico. Ha perdido el órgano de contacto con la pasión medular de su vida --que era, lógicamente, escuchar e interpretar música, y con ello aportar belleza al mundo, y con ello justificar su existencia, injertando en ella nobleza--, y además tiene que vivir disimulando, ocultando ese problema a los demás, para evitar las inevitables burlas; de manera que el pobre Ludwig van Beethoven pasa por la vida sintiéndose un impostor. 

Qué pena da leer ese documento, el testimonio de un gran hombre condenado a la soledad y a comportarse de la manera más hosca y asocial, aterrorizado ante la posibilidad de que se descubra su tara…

Lo curioso es que, pocos días después de entrar yo en conocimiento del llamado Testamento de Heiligenstdt, volví a encontrar una referencia a esa carta en el libro The Quiet Ear, del juez británico Brian Grant, que compré en la Cuesta de Moyano. Lleva en la portada una reproducción del Autorretrato como sordo de Reynolds.

En esta antología de textos sobre la sordera, tema que a su excelencia Grant le parece muy interesante, se reproduce ese patético testamento beethoveniano, junto con documentos sobre Buñuel, Goya, el emperador Claudio y muchos otros sordos eminentes, otros seres con esa mirada retraída que pasan por la vida disimulando más o menos que no oyen, encogiéndose de hombros.

Y luego, otra vez encontré el testamento en no sé qué periódico. Debe de ser algún centenario de Beethoven.

Se lo quiero explicar a un amigo un poco sordo, y me responde:

--¿Qué?

--Que cuál es tu oído bueno.

--¿Qué?

--QUE CUÁL ES TU OÍDO BUENO.

--… Ay… Me temo… que ninguno de los dos.

Los viejos se vuelven sordos por deterioro del organismo, y los jóvenes, que viven con los auriculares puestos, se vuelven prematuramente sordos por poner la música a todo volumen para aislarse de la voz de papá, del ruido y la rutina social.

 Estoy pensando en todo esto cuando oigo una voz lejana, lejana, que me interpela:
 

- Ignacio… Ignacio…

- ¿Qué?
 

- ¿No me oyes?

- ¿Alguien ha dicho mi nombre? ¿Quién me llama?
 

- Soy yoooo…

- ¿Chucky?

Sí, el muñeco diabólico que habita en mí (¡y que tanto se parece, en el aspecto físico, a Juan Carlos Monedero!) ha despertado y me está hablando. Ahora alza la voz y parece que le oigo mejor. Dice, o más bien berrea con esa voz suya atiplada y tan desagradable, clavada a la que tenía el “generalísimo” Franco:

--¡Gilipollas! Estás sordo como una tapia. ¿Me quieres decir por qué no te compras uno de esos nuevos auriculares de alta gama que te he recomendado no sé cuántas veces?  

--Hombre, Chucky, es que así, sin oír las chorradas que dice la gente, ya estoy bien. Ya sabes que siempre he sido un poco misántropo, como Beethoven, y…

--No, a mí no me engañas: lo que pasa es que esos aparatitos cuestan entre tres y cuatro mil euros, y tú, con lo roñoso que eres, antes te cortas las venas que gastar esa suma. ¡Que nos conocemos! ¡Eres el avaro de Plauto! ¡Eres una comedia de Molière! ¡El rata catalán prototípico! ¡Corazón pequeñito y reseco!

Qué injusticia, estos insultos. Yo soy todo lo contrario. Mis amigos saben que soy generoso y desprendido. Y para demostrárselo a Chucky, pongo a su disposición 4.000 euros. Sí, 4.000 euros que acabo de cobrar de una herencia de mi tío bolivariano: toda mi fortuna en esta cochina vida.

--¿Y puedo hacer con estos euros lo que yo quiera?... ¿Sí? Caramba, ahora sí que me sorprendes. Bueno, anda, llama a Zoraida.

--¿Y quién es esa Zoraida? Primera vez que la oigo nombrar. ¿Una muñeca diabólica?

--No, no, es un ángel. Es mi dómina financiera.

--¿“Dómina financiera”? ¿Y eso qué es, Chucky? Suena raro…

De repente su tono imperioso y cascarrabias se vuelve cauteloso:

--Bueno, verás... es una parafilia moderna… Y ahora, con el aislamiento que ha impuesto el coronavirus, se ha difundido muchísimo. Consiste --me explica el muñeco diabólico-- en tener una “dómina” con la que te conectas por videollamada. Ella te explica que necesita dinero para sus gastos, por ejemplo para comprarse un bolso de Prada, o para salir a merendar con sus amigas, y tú, excitadísimo, le envías el dinero que te pide. Que para eso eres el “paypig”, el cerdo que paga.

--¿Y eso es todo?... ¿Ya está?

--Ya está. Es una forma de sumisión abstracta, ¿comprendes? --Chucky me lo explicaba preocupadísimo, como si temiera que yo no comprendiese la grandeza misteriosa de su oscura pasión.-- ¿Comprendes?... Es… es una forma sofisticada del erotismo. En vez de recibir latigazos, bofetadas y pisotones con tacón de aguja, que es lo que te dan las dóminas convencionales, y que es algo que ya me tiene hastiado, lo que hago es ingresar el dinero que a Zoraida se le antoje pedirme en su cuenta bancaria.

--Ah, pues me parece divertido --respondo. Vamos, llámala, a ver cuánto quiere hoy, y se lo transferimos de inmediato. ¡Qué ganas!

¡A mí me van a acojonar estos muñecos!

--No… mira… llámala tú --dice Chucky, con voz ahogada--, que conmigo está de morros porque la última vez no tenía yo posibles… Quizá con tu dinero la aplaquemos.

--Ojalá.

Marco el número que me dice, y en seguida veo en la pantalla el rostro interesante, ávido y a la vez extrañamente ingenuo, de Ama Zoraida, que nos mira, primero a mí y luego al muñeco diabólico que brota de mi pecho, y con dulce voz le pregunta:

--¿Eze payazo canoso quién es, Chucky, infeliz paypig?

¡Zoraida es zopas! ¡Me encanta!

--Se… se llama Ignacio –dice Chucky, tímido.

--¿Qué?... Mira, no me hagaz perder tiempo, cajero humano. Ingrézame quinientos euroz en mi cuenta, que ezta noche voy a cenar a La Terraza del Cazino. ¡No ze te ocurra decirme que no los tienez!

--Sí, ama --le digo, muy contento--, sí que los tengo. Dame tu número de cuenta y de inmediato te hago el ingreso…

--¿Qué?

--Que me des tu número de cuenta bancaria y ahora mismo…

--¿Qué?

--¡TE DIGO QUE ME DES TU CUENTA!

--¿QUÉ?

¡Otra que está sorda!... ¡Qué pandemia!