Con los acontecimientos producidos en varias ciudades españolas por la condena a un rapero (y como afirmaba Homero en La Ilíada, “que tantos males causó…) por emitir expresiones calificadas de atentar a la dignidad o el honor de las personas aludidas, de nuevo se ha debatido sobre los límites de la libertad de expresión. El tema tiene raíces históricas: en el siglo XIX los profesores krausistas defendieron la libertad de cátedra, referida al ámbito de la Educación e Investigación universitaria. Algunos fueron expulsados por explicar teorías o dar interpretaciones contrarias a la configuración política vigente o atentar, supuestamente, contra los dogmas religiosos predominantes. Esto todavía sucede en regímenes que no reconocen el pluralismo político y religioso. Hoy, y a pesar de que la discusión todavía perdura, hay un cierto consenso, y así lo estableció la Unesco en 1997 con la declaración de que los docentes tienen libertad de enseñar y debatir sin verse limitados por doctrinas instituidas. A medida que avanzaba el sistema liberal el tema se desplazó a los medios de comunicación para que la libertad de expresión tuviera respaldo jurídico, especialmente en las cuestiones que afecten al interés público o tengan, como también se denomina, relevancia pública, y que la información sea veraz, o se refiera a una interpretación sobre los hechos aludidos siempre que no se viertan opiniones injuriosas o calumniosas. Todo ello, en la práctica, es difícil de valorar y juzgar cuando se producen conflictos.
Antes de la reforma del Código Penal de 2015 las injurias leves tenían la calificación de falta, pero quedaron despenalizadas con excepciones, como la relación de consanguineidad que afecta a los menores, hermanos, cónyuge (separado/a o no), personas, en suma, vinculadas al núcleo familiar o aquellas vulnerables incapacitadas. La Audiencia Provincial de Albacete, en 2017, condenó a 15 días de trabajos en beneficio de la comunidad a quien insultó a su antigua esposa con “gilipollas, e hija de puta”. Sin embargo, las producidas entre personas sin vinculaciones familiares solo pueden dirimirse por la vía civil, con una demanda de protección al derecho al honor o a la propia imagen, lo que resulta un trámite complejo, con gastos de abogados y con resultado incierto. Se mantiene el delito de injurias cuando se menoscaba la fama de las personas o su honor, lo que resulta, a veces, especulativo. Y además se contempla la calumnia cuando al ofendido se le imputa delitos sin pruebas.
No obstante, aumentan las querellas o demandas cuando alguien se siente insultado en un tuit o en un escrito. Las resoluciones judiciales a veces son ambiguas y contradictorias porque, aunque tengan un respaldo legal, la propia redacción puede resultar, dependiendo de los casos, opinables e imprecisas. Una cosa es la interpretación de unos hechos sin acusar a nadie de delitos y otra atribuírselos. Por poner un ejemplo de un caso personal: en la Introducción a mi libro Nosotros, los socialistas valencianos, Una interpretación socio histórica sobre el acceso a la modernidad (Historia Social, 2020), hice una serie de interpretaciones sobre unos hechos ocurridos, tiempo ha, en la Universidad de Valencia para explicar la deriva que me había llevado a escribirlo. En principio debía publicarse en el Instituto Alfons el Magnànim vinculado a la Diputación de Valencia, gobernada en coalición con el PSPV-Compromis/Bloc. Cualquiera que lo lea puede deducir que no hubo, en ningún caso, atribución de ningún delito, solo mi análisis y mi opinión de unos acontecimientos que podían ser susceptibles de sus correspondientes réplicas, sin que hasta ahora nadie lo haya hecho. Sin embargo, el director de la Institución pública Alfons el Magnànim, Vicente Flor, dependiente de la Diputación de Valencia, (que transitó del valencianismo de Unión Valenciana contrario a la unidad de la lengua valenciana-catalán-balear al Bloc-Compromís vinculado a las tesis de Joan Fuster) estimó que acusaba a algunas personas sin pruebas, lo cual era incierto porque en algún caso sí presenté documentos probatorios sobre hechos concretos a los que aludía.
El texto se editó en la Fundación Historia Social y no ha tenido, hasta la fecha, ninguna demanda, y sí un gran número de artículos de otros diarios y digitales, entre ellos Crónica Global (10/07/2020), denunciando unánimemente la censura, y además algún medio (Levante-EMV) publicó la introducción en sus páginas. La censura se produjo desde mi perspectiva porque no gustaba, o molestaba, mi interpretación, y especialmente mi crítica al abandono del PSPV-PSOE de la política cultural en la Comunidad Valenciana para dejarla en manos de los sectores nacionalistas. Este puede ser un buen ejemplo de cómo niega la libertad de opinión una Institución pública, en la que cada partido de la coalición de gobierno controla parcelas exclusivas, sin que el otro intervenga en los asuntos que cada uno administra, en función del pacto de gobierno. Es como un “Beirut político” donde el presidente se limita a mantener el estatu quo.
Hay una tendencia, que se amplió en la época de Trump y que se ha extendido por todo el mundo, a negar cualquier análisis o comentario que no coincida con lo que piensa un colectivo. De tal manera que quienes critican sus interpretaciones o las decisiones adoptadas son descalificados, aunque utilicen otras fuentes que proporcionen visiones distintas. La verdad solo es la que acepta el colectivo y hay que negar todo lo que no coincida con lo que esa colectividad, y sus dirigentes, consideran verdadero. Cada vez resulta más difícil confrontar opiniones contrapuestas en un clima distendido y se tiende solo a oír o leer aquello que se adecua a lo que pensamos. Solo monólogos, sin contrarréplicas, donde la fuerza de la mayoría sirve para imponer como verdad las mentiras más eficaces.