La política española es una centrifugadora de ambiciones. Un vendaval de calamidades. Una guerra sin cuartel por prevalecer ante el contrario. La mayoría de las veces no arregla nada de lo importante y complica lo esencial. Probablemente por eso sea tan rentable --en el corto plazo-- para su actores principales y una desgracia (recurrente) para los cómicos secundarios, ese grupo en el que estamos los que (todavía) votamos. Desde 2008, cuando la crisis económica comenzaba a clausurar la etapa de prosperidad y estabilidad más larga de nuestra historia reciente --el portazo definitivo tuvo lugar en 2010, el día en el que Zapatero se suicidó (simbólicamente) en el Congreso, aplastado por el peso inmisericorde de la realpolitik--, las cosas se han sucedido a una velocidad de vértigo. En general, para peor.
España es mucho más pobre que antes. Tiene bastante más deuda, más desempleados e infinitos sepelios y lágrimas pendientes. El futuro es más incierto que nunca. Y la muerte, entendida como un hecho comunitario en lugar de individual, parpadea todos los días en las pantallas de los teléfonos móviles --nuestros nuevos señores feudales-- camuflada en las estadísticas de la pandemia. Probablemente existirán excepciones, pero en líneas generales casi nadie puede decir sin mentir que es más feliz que hace una década.
El país ha retrocedido en lo material, pero el mayor quebranto es anímico. Espiritual. La salud mental se ha colocado en la agenda pública --aunque en una posición ciertamente secundaria-- y todo el tejido institucional construido en la Santa Transición, o mediante el acuerdo de los grandes partidos, se ha inmolado en una ceremonia colectiva cuyos episodios encadenan historias de corrupción --en nuestro caso, un mal endémico--, deterioro cultural y embolia moral.
En Cataluña, el prusés resucita tras ocho largos años de hartazgo, regresión económica y delirio tribal, sin que la ley se cumpla. Los soberanistas plantean, incluso antes de un indulto injusto en términos legales y ridículo desde el punto de vista político, un remake de su desafío contra el Estado. El efecto Illa quedó en nada y las hipotéticas vías de pacificación --lo que se libra es una guerra cultural-- andan desactivadas, mientras el independentismo ya tiene dentro de la Cámara legislativa a su imagen especular: los ultramontanos de Vox. La cosa promete ser entre un espectáculo y un espanto.
El sistema de las oficinas de Empleo lleva días hundido por un ataque informático tras un año infame por el colapso en la tramitación de las prestaciones de subsistencia. El Ingreso Mínimo Vital sigue siendo pura propaganda. Hasta los comedores sociales para desahuciados han establecido listas de espera. Las autonomías administran --ante la incomparecencia de La Moncloa-- los quebrantos de la tercera ola (augurio de una cuarta que ya ha llegado a Italia) y las empresas, negocios y autónomos que todavía están vivos cuentan los días que restan para la insolvencia, prolongar los despidos falsamente temporales o convertir en definitivos los potenciales. Dentro de poco llegará, como gran colofón, la campaña de Hacienda.
Dado semejante panorama, resulta obvio que la descomposición de la derecha española --provocada por el acercamiento de un Cs moribundo a un PSOE sin conciencia de Estado, y que ha derivado en un pacto con tránsfugas en Murcia, precipitando acto seguido las elecciones de Madrid-- sólo le importa a sus protagonistas, falsas víctimas unos y secretos verdugos otros. Y, sin embargo, desde hace días en los medios, sobre todo aquellos situados en posiciones conservadoras, no se habla de otra cosa. Desde una orilla, para enterrar a la Arrimadas a la que llamaban Inés, convertida ahora en “la gran traidora”; desde la otra, para acelerar el control de un Estado que con entre 70.000 y 100.000 muertos, según la fuente que se consulte, es incapaz de vacunar a una población hastiada.
¿Se acuerda alguien de la agenda social del 15M? ¿Es creíble un partido que en 15 años ha pasado de ser una plataforma de intelectuales contra el nacionalismo a convertirse en la bisagra de cualquier portillo? Cs nació hace 15 años y camina hacia su extinción, provocada por una mezcla de vanidad, bisoñez e ignorancia elemental. Podemos, convertido definitivamente en un consorcio matrimonial, ha cumplido siete años hace una semana.
El espejismo de la nueva política se ha diluido, ahogado por el ruido ambiental, sin conseguir cambio alguno entre los capellanes de la pretérita, capaces de pagar (con nuestro dinero) lo que sea para anclarse al poder. Los redentores que prometían salvarnos del bipartidismo son ya la fiel caricatura de sí mismos. Quienes confiaban en que un cambio generacional aceleraría el reformismo retornan a la orfandad. Hasta el rey gigoló llora en una jaula de oro. Todo se ha vuelto ancestral, como si el tiempo, señor de todas las cosas, acelerase la degradación de las esperanzas. España ya no cree ni en su propio desencanto.