La ruptura de los consensos básicos y la desarticulación de las instituciones son la amenaza latente. Frente al miedo aparece el grito Ja n’hi ha prou, lanzado por 300 instituciones civiles, dirigido a los partidos políticos para que conformen una mayoría de Govern de acuerdo con el resultado del 14F; la sociedad exige el turno de la instancia política, el momento tantas veces negado por los indepes. La Cataluña civil se mueve, hasta el punto de colar a la Cámara de Comercio, actualmente en manos de la ANC, en el manifiesto que pide la reconstrucción del país tras la década ominosa del procés; y hasta el punto de que el melindroso Círculo de Economía de Javier Faus dice “sí, pero no”, farallón irredento.
Mientras tanto, los dos partidos soberanistas, ERC y JxCat, se pelean sin fecha de caducidad y dejan en manos de la CUP la formación de un Ejecutivo. Los cupaires lo tienen claro: “Si nos quieren para la independencia, adelante, pero si nos quieren para sus políticas neoliberales, ¡barricada!”. Los reyes del mazo adoran la calle; no es que no condenen la violencia, es que la tienen a mano. Viven en un imaginario obtuso.
Pere Aragonès lo juega todo a un acuerdo con los muchachos de Carles Riera; y por su parte, la señora Laura Borràs habla con el izquierdismo como quien dice de igual a igual, porque ella se considera también muy de izquierdas, como si esto fuese un trajecito de carnaval. Y Carles Riera, líder de la CUP, es el niño interrogado: ¿a quién quieres más, a papá o a mamá? ¿A Esquerra o a Junts? Riera presume de Barrio Latino y mayo francés, cuando sus comandos son los mismos antisistema que incendian París junto a los chalecos amarillos, casi todos de Marine Le Pen, la Juana de Arco de la extrema derecha europea. El programa de este psicoterapeuta Gestalt desemboca en lo inevitable: la conspiración labrada en el cerebro de los jóvenes. Nace del voto clientelar, pero su minimalismo, llamado a ser un adorno, acaba sumando.
Convertido en bisagra, Riera es residual, pero se siente un titán. Su falso izquierdismo es duro de mollera; lo suyo no es el catecismo de la enfermedad infantil, sino una evocación del derecho a la pereza del tal Paul Lafargue, aquel yerno más perfecto que Iniesta.
Esquerra da por perdida la presidencia de la Mesa del Parlament en favor de CUP, que justifica su anhelo para “hacer frente al ataque del Constitucional contra la soberanía de Cataluña”, dice Xavier Pellicer, negociador de la plataforma. La CUP se mueve después de que los comunes hayan planteado la posibilidad de aupar a líderes dialogantes, que sí han condenado con rotundidad la violencia callejera. La coincidencia entre la apuesta por una Cataluña estable, con la fábrica de baterías de Volkswagen en Martorell y la aparición de una alternativa transversal en el Parlament, es una demostración de que el asunto no va de izquierdas o derechas, sino de moderación, de responsabilidad económica y de sentido de Estado. Los indepes tratan de reducir a cenizas la economía de Cataluña, que sin embargo responde liderando las exportaciones españolas. Un país industrializado no se destruye tan fácilmente como quieren Puigdemont y Junqueras, herederos de la Gran Serbia con el mapa de comarcas convertido en almoneda.
En el decorado de fondo rige la desarticulación institucional de España. A saber: el bloqueo del relevo en el CGPJ; el rechazo del PP al acto de la Fundación Memorial Víctimas del Terrorismo por considerarlo pura propaganda de Pedro Sánchez; la salida puntual del trullo por parte del excomisario Villarejo, dispuesto a seguir amagando con el espantajo Kitchen, la célula mafiosa instalada en el corazón del Estado; la acorralada Casa del Rey por la investigación sobre los presuntos delitos fiscales del emérito; la investigación de Podemos por parte de fiscalía y la última musa de Vox, rescoldo del autoritarismo racial, cayendo en gracia a la derecha gloriosamente circunspecta. Replantear a estas alturas que la de la batalla contra ETA no fue ganada por el Estado sino por los terroristas, como dice la presidenta de Covite, Consuelo Ordóñez, es un despropósito monumental; pero lo es más el boicot de Casado al Memorial y la incomparecencia de Ciudadanos, un partido terminal que convierte a Inés Arrimadas en el epígono de Rosa Díez (UPyD).
La CUP encaja en la era del fin de los protocolos y no se pierde una. Es un pelotón bolchevique, modelo pollo sin cabeza y mucho discurso hecho de frases entrecortadas, aprendidas en librerías de viejo; una mezcla de pescado empanado, nueces americanas, cerveza de jengibre y vino de Oporto. Sus militantes se llaman situacionistas, pero no se sitúan. Son mozos de educación católica convertidos al protestantismo laico –billete de entrada en la cultura europea— aunque sus penitencias huelen a cirio quemado. Si ves un cóctel molotov no lo toques y “reza tres padrenuestros” le dicen los arciprestes del soberanismo. Ellos, ni caso.