La honda devoción que mueve a los monárquicos, esos animales mitológicos que en España nunca fueron demasiados y últimamente cada vez son menos, es una aspiración irracional. Por mucho que defiendan a la monarquía como un sistema ideal, la realidad se encarga, con obstinación mayúscula, de convertir este deseo en un desengaño recurrente que no tiene ni el magro consuelo de la melancolía. La segunda regularización fiscal del rey emérito, por importe de 4,4 millones de euros, hecha pública hace unos días por sus abogados, lo evidencia. Al mismo tiempo, pone en crisis cualquier opción seria de reforma integral de la institución desde dentro. Y, lejos de facilitar el camino para un posible regreso, salvo citación sobrevenida de la Fiscalía, aleja el retorno en el calendario. Probablemente para siempre.
Nadie en su sano juicio, y mucho menos la Corona, si es que aspira a sobrevivir a su antecesor, puede dar carta de normalidad al hecho de que un presunto evasor fiscal mantenga honores de Estado y busque la redención en el país de cuyas arcas públicas se ha nutrido desde su designación como príncipe, y a cuyo amparo ha hecho toda una fortuna personal, pero a las que no ha contribuido. Es insostenible. Incluso aunque al calor del aniversario del 23F se trate de adecentar la imagen de un monarca que elude sus obligaciones tributarias. Cada movimiento del emérito para recuperar su ascendente --que era total-- termina en un gesto vano. Su credibilidad está destrozada, haya o no haya una causa penal abierta.
A falta de una investigación sobre sus negocios por parte del Congreso, foro ante el que en su día rubricó la Constitución, la sociedad española contempla al anterior rey absolviéndose a sí mismo mediante pagos “sin requerimiento”, como si un pecador, en vez de confesar con humildad sus yerros ante el sacerdote, eligiera a su capricho el precio y la penitencia por sus faltas. No hace ni falta que Podemos & Cía proclamen la República. El descrédito de Juan Carlos I es igual que la ley de la gravedad: infalible. Y hace estéril cualquier intento de regeneración institucional por parte de Felipe VI, al que su progenitor no le ha dejado ni un mínimo asidero moral al que poder agarrarse.
La estampa es calamitosa. Al pagar a Hacienda, el emérito admite sus irregularidades, pero sigue ocultando la fortuna recaudada durante todo su reinado, cuando era “inviolable” y estaba al margen de la ley que sí afecta a los demás españoles. Cuesta una vida ganarse la confianza de los otros, pero se tarda poco en perderla si existen, como es el caso, motivos inconfesables. El rey siempre tuvo intimidad, pero no vida privada. Y mucho menos libertad mercantil. Hacer negocios por cuenta propia es incompatible con ser jefe de Estado.
Ninguna supuesta gesta del pasado, imposible además de justificar objetivamente hasta que no se desclasifique el material secreto del 23F, puede limpiar la doble moral sostenida en el tiempo por un monarca que reinó por imposición de Franco, sin que nadie lo eligiera --los reyes son herederos de sus ancestros, no demócratas-- y al margen de la línea dinástica. Sus dos regularizaciones tributarias se circunscriben a actividades posteriores a su abdicación, a la que accedió, no sin resistencia, por la presión de los dos grandes partidos para establecer un cortafuegos ante un incendio (ahora evidente) en el que el único pirómano es Su Majestad.
La fórmula de Torcuato Fernández Miranda, el arquitecto de la Santa Transición --“de la ley a la ley a través de la ley”-- es de imposible aplicación en su caso porque el monarca ha volado cualquier puente entre ambas orillas, al incumplir la exigencia de ejemplaridad que lo legitimaba, precipitando así, con cuarenta años de retraso, la ruptura con el pasado que los hombres de la reforma política que alumbró la democracia intentaron evitar a toda costa. Detrás suya deja cenizas, excesos y la vergüenza íntima de haber mentido a los españoles durante demasiado tiempo. Ninguna de estas tres cosas se borran con oro.