Las próximas elecciones autonómicas tienen muchos componentes singulares. El Covid que inunda y trastoca todo lo es, sin duda, pero en el plano político la orfandad en la que se encuentran un elevado número de votantes es terrible.
En Cataluña, y en el País Vasco, el electorado se mueve en dos ejes, el social (izquierda/derecha) y el identitario (nacionalista/no nacionalista). Desde la manifestación de la diada de 2012 el eje identitario se ha exacerbado en esta comunidad autónoma quedando las opciones simplificadas a la dicotomía independentismo--no independentismo. Pero tras el fiasco de otoño de 2017 la situación se ha ido pudriendo y ahora nos enfrentamos a un escenario nuevo agravado por la explosión del otrora partido aglutinador del nacionalismo, Convergència.
Asumida por la mayoría la inviabilidad de la independencia mágica en el corto plazo las diferencias de interpretación de la realidad social, es decir las derechas frente a las izquierdas, cobran sentido de nuevo y el escenario post 14F se antoja muy complicado.
El ganador más probable de las elecciones será la abstención y su interpretación será sesgada, como todo en esta sociedad enferma. Habrá quien eche la culpa al Covid y quien se la eche al TSJC por haber hecho algo infrecuente en estas latitudes, hacer cumplir la ley. Pero muy poca gente, si no nadie, reconocerá que mucha gente no votará por hastío o por no encontrar un referente.
La pancarta en una de las protestas de hosteleros de Gracia pidiendo a Ayuso su ayuda es muy significativa, especialmente en un barrio donde escasean los votantes del PP. Madrid está comenzando a verse como un referente de la libertad por comparación a la opresión a la que que nos someten unos gobernantes timoratos e hiperideologizados. La gestión de unos y otros debería marcar la diferencia. En una comunidad autónoma menos acomplejada que la nuestra los partidos en los que militan los consejeros y la alcaldesa deberían ser castigados por su pésima gestión.
No son pocos mis amigos genuinamente independentistas que no saben qué votar. Un ex altísimo cargo de Convergència me contaba su frustración por la práctica desaparición de lo que significaba su partido. No solo se ha partido en seis o siete pedazos sino que su heredero, el PDECat, ha sido okupado por un conjunto de friquis que arropan a su líder huido de la justicia española con ideas a cual más peregrina. Poco importa que el PDECat conserve cerca de 200 alcaldías así como los derechos electorales. La campaña de la imagen y el relato la tienen perdida frente al movimiento peronista de un líder que les ha robado su espacio. La mayoría de encuestas les dejan fuera del Parlament o con una representatividad bajísima en el mejor de los escenarios, lo que hace que el voto útil de muchos de ellos se siga tirando al monte con más bien poca gana, olvidando todo lo que ha pasado, y han pasado muchas cosas. Un convergente de pro nunca votará a ERC.
Me contaba un miembro de una mesa del 1 de octubre tremendamente activo en la organización del pseudo referéndum su frustración con sus políticos. Se sentía engañado y traicionado desde que la independencia se suspendió a los 8 segundos de su proclamación o cuando el 155 se acató con la misma disciplina que la inhabilitación del president vicarIo. Se siente engañado, muy engañado. Y no sabe qué votar, porque tampoco quiere votar a lo que él denomina 'partidos del 155' y sabe que la culpa de la abstención se le echarán al Covid y no a la pésima gestión.
Otro amigo, éste participante en la mágica asamblea de diciembre de 2015 donde empataron a 1.515 los favorables a apoyar a Artur Mas con sus detractores, no entiende qué pinta la Cup en el Parlamento español y menos la oferta de ser parte de un Govern que aspire a la independencia en 2030. Pero él, como es antisistema, lo tiene más fácil, sin votar es feliz y en el fondo le da igual que gobiernen unos u otros pues desprecia a todos los partidos casi por igual.
Pero la lista de huérfanos de voto no acaba en los partidos independentistas. No es sencillo votar a los comunes viendo el destrozo que está realizando en la ciudad Ada Colau, o a Ciudadanos que no supo qué hacer con su victoria electoral de hace tres años. Qué decir de un PSC cómplice de Colau en Barcelona, socio interesado de Junts en la Diputación de Barcelona y de ERC y Bildu en Madrid, con un candidato que había negado esa posibilidad día sí, noche también, y a quien la gestión de la pandemia no deja muy bien. O de un PP que pasa de la mano dura a la sonrisa amable sin solución de continuidad.
Me temo que al final habrá una abstención descomunal y el resto votará más o menos lo que votó en diciembre del 17. Estamos tan metidos en nuestra trinchera que es tremendamente difícil abandonarla. Luego no nos quejemos si el resultado no nos gusta.