Las similitudes entre trumpismo e independentismo se han buscado en determinadas consecuencias de uno y otro fenómeno: el asalto al Capitolio el 6 de enero último por trumpistas y el intento de ocupación del Parlament por independentistas el 1 de octubre de 2018, por ejemplo.
Digamos que los dos sucesos son de magnitud y resultado diferentes, al Capitolio lograron asaltarlo y hollarlo miles de trumpistas, al Parlament no consiguieron ocuparlo unos cientos de independentistas.
En cambio, no se ha prestado suficiente atención al vector que ha traído tales consecuencias. El presidente Donald Trump, ese día, con palabras cargadas de intención maléfica, invitó la multitud a ir al Capitolio para defender su interpretación de un supuesto fraude electoral. El presidente Quim Torra, aquel día, con palabras encendidas había reivindicado la vigencia del 1-O y pedido que se supieran defender “hasta el final los días que vendrán”, además de alentar a los CDR con el incitador “Apretad, hacéis bien en apretar”.
La comparación no es exagerada, ambos mandatarios desde el podio de la presidencia de la primera magistratura --no importa que una sea la más importante del mundo y la otra la de una pequeña región autónoma-- utilizaron conscientemente el poder de la palabra para fines opuestos a la ley y la convivencia.
El abogado del tipo de la cara pintarrajeada y la testa cubierta con un casco adornado con cuernos de bisonte --al parecer uno de los líderes del asalto-- basa la defensa de su cliente en un alegato que subraya la importancia del podio presidencial: “Se supone que las palabras y la invitación de un presidente significan algo”.
Trump, con palabras falaces con las que dibuja una realidad inexistente, ha llevado su país a la fractura pretendiendo imponer una concepción divisiva de la sociedad, que más de la mitad de la población no comparte ni acepta. ¿Acaso no han hecho lo mismo con palabras igualmente falaces nuestros gobernantes autonómicos? Los objetivos han sido específicos de cada circunstancia, pero los medios, con la palabra en el centro, se asemejan.
Muchas voces han condenado ahora las consecuencias del trumpismo, algunas aciertan de lleno. Jim McGovern, congresista demócrata por Massachusetts, centró su intervención en el debate del impeachment a Trump por “incitación a la insurrección” en que “las palabras tienen consecuencias”. Heriko Maas (SPD), ministro alemán de Asuntos Exteriores, ha recordado oportunamente que “después de los discursos incendiarios llegan los hechos violentos”.
Pero nadie como Václav Havel ha descrito el esplendor y la miseria de la palabra (política) en la magistral disertación Palabras sobre la palabra al recibir en 1989 el Premio de la Paz otorgado por los libreros alemanes, y que leyó en su nombre el actor Maximilian Schell porque él tenía prohibido salir de Checoslovaquia en los estertores del régimen comunista.
Según Havel, “la palabra es un fenómeno enigmático, ambiguo, ambivalente, engañoso”, que tanto construye como destruye. Por eso el político, que trabaja con la palabra y que con ella mueve voluntades, tiene que ser especialmente cuidadoso en su elección y en su uso, porque sus palabras traen consecuencias.
Lo que el trumpismo ha traído con un colchón asfixiante de miles de palabras vacías se ha hecho evidente con las imágenes del Capitolio. También el independentismo ha asfixiado con un colchón de palabras igualmente vacías; su “Capitolio” fue el 1-O, todo un asalto a la legalidad.
¿Cómo hemos podido llegar unos y otros a una situación en que la palabra del político llega a ser un peligro público? Trump se despachó con más de 25.000 palabras mendaces y emponzoñadas, según un conteo del Washington Post. Las palabras de los de aquí carecen de conteo, pero muchas fueron intencionadamente mendaces, hirientes y destructivas (“España nos roba”, “España es paro y muerte”).
Palabras de unos y otros amplificadas y multiplicadas por las redes sociales, genial invento que, inicialmente esperanzador, se ha convertido en sumidero de ignorancia y en desahogo de frustrados.
Hemos sacralizado la libertad de expresión --el poder inmenso de la palabra-- en un mundo paradójicamente descreído. La libertad de expresión lo cubre todo, lo justo y los desmanes. Los que cortan cada día la Avda. Meridiana de Barcelona desde el 14 de octubre de 2019 exigiendo la libertad de nueve condenados y encarcelados coartan la libertad de miles de personas. Y lo hacen invocando la palabra libertad.
Para recuperar el valor de la palabra habrá que poner límites (morales) a la libertad de expresión. Al Trump del flujo incontinente de mentiras le ha sido cortado el acceso a las plataformas de expresión, y esa medida higiénica ha suscitado un debate acertado sobre quién debe ser el censor. En democracia sólo puede serlo el legislador.
Una paradoja más, los moralistas son los que más defienden la libertad de expresión de Trump, precisamente los moralistas que Trump tanto desprecia. Y aquí tanto se desprecian también.
Por supuesto, los dirigentes independentistas no son los únicos políticos de aquí que pervierten las palabras, pero son los que lo hacen con la mentira más grande (la independencia de Cataluña es necesaria y posible) equivalente a la gran mentira del “fraude electoral” de Trump.
Trump ha pagado políticamente por las mentiras, que tan alto coste han tenido para la sociedad norteamericana. Los de aquí pagarán también.