La desafortunada intervención de Pablo Iglesias en un programa televisivo equiparando la vida de Carles Puigdemont en Waterloo con la salida atropellada de los exiliados republicanos no puede explicarse por su desconocimiento ni de la historia ni del presente. Más aún cuando, instado a rectificar, persiste en su actitud y añade que no piensa criminalizar al independentismo. Hombre, hay quien quisiera hacerlo, por ejemplo Vox y un sector del PP, pero hoy por hoy, en España y pese a que le pese a Pablo Iglesias, ser independentista no es delito y nadie es procesado por ese motivo. La prueba es Jaume Asens, por citar un caso próximo a Pablo Iglesias. Pero si prefiere otras pruebas, puede preguntar a Joaquim Torra o a Gabriel Rufián si cobran cada mes el sueldo que les paga el Estado opresor.
A estas alturas, salvo Asens e Iglesias, todos saben que Puigdemont no duerme en una playa del sur de Francia, bajo la lluvia y el frío sino que lo hace en un mullido colchón, tiene una paga de eurodiputado y un complemento de 6.000 euros mensuales procedentes de la Diputación que llegan a su unidad familiar vía Marcela Topor, su esposa, por actividades de dudosa utilidad social. ¡Extraña dictadura es ésa que financia con generosidad a sus disidentes!
Señala Iglesias su respeto por Puigdemont porque actuó movido por convicciones ideológicas; será verdad o no. Lo cierto es que durante años disimuló bastante bien su independentismo militando en un partido que negaba serlo: Convergència (el del 3%), que le facilitó subvenciones y cargos. Pero las convicciones ideológicas son un pobre argumento. Franco también las tenía y obraba en consecuencia liquidando al personal que no se exiliaba. Muchos acabaron en una fosa común. Unos en Francia, otros en cualquier cuneta española.
Lo peor de las declaraciones de Iglesias es que cuestionan su capacidad para el análisis político. Había ya motivos para sospechar que él fuera uno de los dos mejores cerebros de su formación. Aunque sólo fuera por un cálculo de probabilidades, cabe sospechar que resulta difícil de creer que las dos mejores cabezas de Podemos tengan la misma dirección postal. Hasta ahora eso sólo se había dado en dos ocasiones: en la pareja Aznar y Botella y en el matrimonio Ceaucescu. Como no hay motivos, al menos tan explícitos, para dudar de la capacidad de Irene Montero, por más que grite, hay que empezar a dudar seriamente de Pablo Iglesias.
Si el vicepresidente del Gobierno no es capaz de distinguir entre una democracia como es la española, y una dictadura como fue la del general Franco, entonces tiene un serio problema en su capacidad de análisis. No hay democracias perfectas, ni en España ni en ninguna parte, entre otras cosas porque la democracia es, por definición, un sistema abierto a ser perfeccionado cada día. Este gobierno ha perfeccionado la capacidad de decisión de los ciudadanos respecto a la muerte digna y se supone que tiene voluntad de perfeccionar la democracia de raíz económica, reduciendo el desequilibrio que se halla en el origen de hirientes desigualdades. Pero que una democracia no sea perfecta no la convierte en una dictadura. Y es de suponer que en sus clases Pablo Iglesias haya sido capaz de explicarlo porque no parece haber duda de que, en algún momento de su vida, lo ha comprendido.
Hay gente que ha votado a Podemos convencida de que es una formación de izquierdas. Quizás valdría la pena que no generase un sentimiento como el experimentado por Walter Benjamin cuando vivía, él sí, exiliado del régimen nazi, y veía con sufrimiento algunas de las decisiones del Frente Popular en Francia. “Todos se aferran sólo al fetiche de la mayoría de izquierdas y a nadie le importa que la izquierda haga una política que, practicada por la derecha, provocaría levantamientos y desórdenes”, escribió a un amigo. Si la sugerencia de que los exiliados republicanos vivían como obispos integristas la hubiera hecho un dirigente de la derecha, el propio Pablo Iglesias hubiera llamado a rebato. Decirse de izquierdas no le autoriza a decir lo que le dé la gana. Y mucho menos a mentir. Porque lo que dijo era simple y llanamente mentira. Y él, a diferencia de Isabel Díaz Ayuso, que se pavonea de su ignorancia, lo sabe.