El consumo de psicofármacos ha experimentado un incremento importante durante la pandemia. Al menos, eso es lo que apuntan algunas informaciones que lo sitúan hasta en un 20%. Antes de esta crisis sanitaria, España ya era el segundo país de Europa con mayor venta de ansiolíticos, cuarto en antidepresivos y sexto en hipnóticos.
Con la que está cayendo, parece absolutamente normal. Siempre podemos consolarnos admitiendo como realidad incontestable que, según estudios, las personas ansiosas suelen ser más inteligentes que la media. En principio, tal vez podamos comprobarlo el 14 de febrero, si finalmente se celebran las elecciones en Cataluña. De momento, cabe preguntarse ¿cómo es posible no estar deprimidos con esta calaña que desgobierna nuestro presente y --teóricamente-- descoyunta nuestro futuro?
Cuando se inyecta el miedo en una sociedad, cualquier cosa puede parecer poco. Si acaso, la mayor aspiración puede llegar a ser morir joven lo más tarde posible. Al final, es como si viviéramos en un mundo hueco. La tristeza que se percibe paseando una mañana de fin de semana por Barcelona es indescriptible.
Con las manos desgastadas de tanto lavarlas, es apreciable un cansancio que parece crónico frente a todo cuanto nos rodea, de agotamiento mental y desasosiego, sin límite temporal entre una cosa y otra, con la sensación de que nada funciona como debe y la incertidumbre como gran expectativa de futuro. Ya cuesta admitir que la esperanza es lo último que se pierde, porque queda poca.
Dado que somos gente solidaria y compasiva, resulta imposible no preguntarse por qué tipo de psicotrópico engullirá el Presidente del Gobierno para transitar por la vida soportando a su colega de gobierno, más conocido ya por "El Moños". Resulta difícil imaginar la vida junto a un sinvergüenza afectado de un narcisismo irrefrenable, una verborrea incontenible, un sentido conspirativo de la vida política enfermizo, una ausencia total de cualquier sentido institucional, una capacidad infinita para decir cualquier boutade que navega entre la maldad ontológica y la abismal desproporción entre ego e inteligencia real.
Por más críticas que haya habido, no sobra insistir en que las declaraciones de Pablo Iglesias comparando el exilio de medio millón de españoles por la Guerra Civil con un prófugo (Manuela Carmena dixit) como Carles Puigdemont y sus acólitos, solo pueden ser producto de un miserable, mucho más que de un ignorante que, por falta de cultura política y general, es capaz de confundir ser de izquierda con ser un izquierdista, exponente de la enfermedad infantil del comunismo que diría Lenin.
Ahora bien, admitido que de un sinvergüenza se puede esperar cualquier cosa, lo peor de todo es que Pedro Sánchez haya tardado casi una semana en decir una palabra sobre el asunto, limitándose a dejar hacer y decir a su vicepresidente. Peor aún: mientras el PSOE o sus principales dirigentes mantenían --si se permite el oxímoron-- un estruendoso silencio cobarde para presumiblemente no incomodar al “Cesar invicto”.
Es mejor no pensar que fue por un complejo histórico que evoca aquello que dijo el profesor Ramón Tamames de “Cien años de honradez y cuarenta de vacaciones”, cuando el PSOE puso en marcha en 1979 una campaña loando su pasado de cien años. Entre otras cosas porque aquel exilio, que Pedro Sánchez llama ahora “verdadero”, se prolongó durante el franquismo.
Una cosa es narrar el pasado como a cada cual convenga y otra muy distinta explicar el presente. Soportamos un Gobierno central y otro autonómico en Cataluña en cuyo seno vuelan los cuchillos, además de estar enfrentados entre ambos y en una guerra sin cuartel. Cuando se divide el universo, la fractura afecta a todos cuantos vivimos en él y, como escribía recientemente en El Correo el politólogo Martín Alonso “las comunidades imaginarias pueden hacer estallar las comunidades reales”.
Rodeado de socios difíciles de soportar, quizá el Presidente del Gobierno debería escuchar aquel álbum de Joaquín Sabina de hace cuarenta años titulado Las malas compañías. Podrá oír aquello de “un día, los enanos se revelarán…” evocando a Gulliver. Entre otras cosas porque hoy por hoy es difícil evaluar el alcance del malestar y el hastío de tanta gente.
ETA llegó a prohibir en su seno hablar de política: lo único que preocupaba era la acción armada, organizar y decidir los atentados. El nacionalismo, socio preferente del Gobierno, tiende a configurar comunidades de miedos y agravios que pueden llevar a situaciones destructivas. Solo puede ganar por aburrimiento y tozudez, a partir de un estado mental que trata de generalizar. Volviendo a Martín Alonso, “cuando los imaginarios se pueblan de fantasías redentoras, de utopías de sustitución, de burbujas cognitivas, los procesos sociales adoptan trayectorias tortuosas, a menudo muy dañinas”.
El viernes empieza la campaña electoral para las elecciones catalanas del 14F. El pasado lunes, el líder de ERC, Oriol Junqueras, aseguraba contundentemente que “nunca renunciaré a la independencia unilateral (…) Es imposible que Esquerra gobierne con el PSC, lo lidere quien lo lidere”. Con permiso de Alberto Garzón, ex PCE y ministro de Comercio de quien depende el juego, siendo mayor de edad y, por lo tanto, con derecho al voto, pueden hacerse apuestas múltiples sobre si se hacen o no las elecciones, si aciertan o no las encuestas, quién gana o pierde, quién pacta con quién…
Aunque el retraso electoral se vea como una maniobra de perdedores, ERC va a las elecciones con el convencimiento de que la abstención perjudicará sobre todo al PSC. Tal vez se creyeron a pies juntillas la encuesta del CIS que, con la dificultad de asignar resultados a más de un 50% de indecisos, parece resultado de una cocina creativa tipo Ferrán Adriá. Al nacionalismo y a cuantos le representan se les vence en las urnas, no pactando con él. ¡Cómo no va a haber ansiedad!