Aunque fue Aristóteles (384-322 a.C.) quien soltó eso de que “El hombre es un ser social por naturaleza”, no debemos confundirnos, porque el filósofo de Estagira no anunciaba nada que no se supiera desde tiempo inmemorial; tan solo se limitaba a verbalizar, como hacen todos los filósofos, la receta nunca consignada de la sopa de cebolla. Pese a que el concepto «ser social» guarda mayor relación con la psicología, y las emociones y hábitos, que con la biología, es innegable que el espíritu o carácter gregario es cromosoma indeleble que nos viene a los humanos incorporado de fábrica en la cadena de ADN, desde los días en que vivíamos en los “clanes del oso cavernario”, cazando mamuts en cuadrilla, apiñándonos para combatir el frío y expurgándonos los piojos unos a otros.
La necesidad de membresía, de pertenencia a algo mayor, colectivo, que nos identifica, reúne, iguala y contribuye a dotarnos de identidad, es, más allá del núcleo familiar, tan viejo como el mundo. En su día resultaba imprescindible para la supervivencia de la especie, y con el andar del tiempo, en épocas más lisonjeras y menos belicosas, vino a paliar el insondable vacío que supone caerse del guindo y descubrir que todos vivimos --incluso inmersos en el tumulto, la jarana o la zapatiesta-- en absoluta soledad, desde la cuna hasta la tumba. Por eso no hay nada que mitigue tanto el vacío existencial como la adhesión y pertenencia a un gremio en el que disolvernos bien disueltos hasta el olvido. Y si no que se lo pregunten, sin ir muy lejos, a los laziplanistas, que en la vocinglera identitaria hallan aceptación y sentido a sus vidas.
A los humanos nos encanta vivir en colmenas de cemento; embutirnos en aviones y transportes públicos; invadir centros comerciales asfixiantes; atiborrar discotecas, cines y gimnasios; atestar playas y reventar hasta la bandera plazas de toros, campos de fútbol y festivales musicales. Nos importa un rábano morir aplastados en un encierro en San Fermín, asfixiados en una Tomatina en Buñuel, o pisoteados luchando por hacernos con un bocadillo de calamares en El Tubo de Zaragoza. La muchedumbre es al individuo lo que el océano a la gota de agua: perfecta disolución en la plenitud que representa el espíritu grupo.
Así ha sido siempre. Hasta que llegó el Covid19 y nos jodió la vida a todos a base de bien. Llevamos prácticamente un año encerrados, con la vida en suspenso, desde que la pandemia empezó a propagarse. Y esto no mejora. No hemos hecho sino ir de mal en peor y por muy diversos motivos. El primero considerar que esto va por oleadas. Mentira. No hay oleadas. Es el mismo Coronavirus, que se contrae o expande en función de si hacemos las cosas bien o rematadamente mal. Y las hacemos rematadamente mal.
¿Conocen los datos, las cifras de contagios, las defunciones, el ritmo de vacunación, las medidas que se decretan? Seguro que sí. Lo vemos a diario en televisión o lo leemos en la prensa. Pero es tal la saturación informativa, el agotamiento, que somos incapaces de fijarlos, de retenerlos en nuestra memoria… ¿Cuántos nuevos casos se contabilizaron el pasado fin de semana? ¿55.000, tal vez 75.000? Sería más fácil llevar la cuenta si habláramos de catástrofes aéreas diarias. Contaríamos aviones estrellados como quien cuenta ovejitas al dormir.
Permítanme reunir en forma de telegrama algunos datos de estas últimas horas. En Inglaterra han pulverizado sus anteriores récords. Ahora su listón está en 1.654 muertos en 24 horas. Francia decreta toque de queda nacional a partir de las seis de la tarde y por quince días. El sistema sanitario alemán está al borde del colapso, raro es el día en que no contabilizan 1.500 muertos. En España la secuencia de nuevos contagios de los últimos tres días es --redondeando cifras, para no marear--: 39.000-36.000-40.000. Más de 270.000 contagios en menos de dos semanas. La sospecha de que las cifras oficiales de defunciones del pasado año en nuestro país eran falsas, y que el coste humano debía ser muy superior, ya no es tal. Ahora sabemos con absoluta seguridad que en 2020 murieron más de 80.000 personas a causa de la pandemia en España, 30.000 más que las consignadas por el Gobierno, según el Instituto Nacional de Estadística.
La avalancha de datos es tan aplastante, tan demoledora, que provoca afasia neuronal, e impide ordenar los pensamientos y verterlos sobre el papel de forma coherente. En solo un año la pandemia ha contagiado a más de 90 millones de personas en todo el mundo y ha matado a dos millones, incluyendo los 650.000 fallecidos en la Unión Europea. En China, coincidiendo con la llegada de la delegación de la OMS, enviada para estudiar el origen del virus, acaban de confinar a 22 millones de personas ante el brote de nuevos casos y vacunan a velocidad sideral, como si de un proceso industrial se tratara.
Lo que estamos viviendo es, no lo duden, una tragedia sin paliativos, la ecpirosis de una época, una hecatombe que ojalá pudiera resolverse --ateniéndonos al significado etimológico del término griego-- sacrificando cien bueyes ante el altar del dios de la salud. No caben, por lo tanto, más mentiras, falsas promesas y electoralismo. Se impone un baño de realidad que propicie una estrategia y método colectivo, porque sin duda el Coronavirus no va a desaparecer ni a corto ni a medio plazo si tenemos en cuenta su alta capacidad de mutación.
Estamos haciendo muchas cosas mal, rematadamente mal. No hace falta ser epidemiólogo para verlo, solo se requiere un mínimo sentido común…
El modo en que se gestiona en nuestro país la pandemia es un absoluto despropósito que permite entender lo que fue el episodio bíblico de la Torre de Babel. Cambien el caos de lenguas de esa vieja historia por diecisiete autonomías y encontrarán diecisiete toques de queda; diecisiete gobiernos y consejos de expertos; otras tantas modalidades de confinamiento --vecinal, municipal, comarcal, provincial, autonómico--; número de contactos permitido; intereses comerciales y económicos, y una interminable normativa y casuística.
Es vergonzoso comprobar cómo el Gobierno de España se ha desentendido del problema, consciente del altísimo precio político que una situación así supone, cediendo a las satrapías de turno la capacidad de decisión. Para empezar a ganar esta batalla debe haber una única voz, alcanzada por un pacto de Estado, por un consenso absoluto de todos los partidos políticos. Y una normativa que se siga a rajatabla en todo el territorio, incluyendo multas altísimas a todo aquel que no las cumpla. Ya está bien de raves, de bares con diez personas por mesa y de desaprensivos que te tosen al girar la esquina y sonríen chulescos. El Gobierno debería facilitar --mediante un nuevo decreto aprobado por el Congreso-- cobertura jurídica a fin de poder decretar confinamientos estrictos, como los que ya reclaman varias autonomías, donde sea preciso, por mucho que Salvador Illa diga lo contrario. Un mando único es imprescindible. La carrera y futuro de Pedro Sánchez nos importa, en esta tesitura, un pimiento a todos. En manos de los gobiernos autonómicos quedaría el control del día a día, y el organizar la colaboración ciudadana. Temporales como el de Filomena han demostrado, una vez más, la altísima solidaridad cívica que adorna a los españoles. Y ahora es más necesaria que nunca.
A pesar de que la vacunación no evitará contraer la enfermedad es ahora mismo el arma más valiosa con la que contamos. Pero Houston, tenemos un problema, y muy serio. El problema es la velocidad de vacunación. Si en un año queremos aplicar dos dosis de la vacuna a todos los adultos de España --alrededor de 40 millones de personas-- se debería vacunar siete días por semana a razón de unas 220.000 personas al día. Imposible. Ahora mismo, si todo va muy muy bien, el ritmo diario es de 90.000 vacunados. A nivel mundial estaríamos hablando de unos 5.500 millones de personas, lo que supondría inyectar 30 millones de dosis cada 24 horas. Impensable si tenemos en cuenta que las dos principales farmacéuticas calculan producir, conjuntamente, cada día de este año, tres millones y medio de unidades.
Pero lo que resulta inadmisible es el ritmo actual de inmunización en nuestro país. El Gobierno debe movilizar todos los recursos humanos y económicos, llamando a filas a médicos y a enfermeras jubilados, practicantes, unidades médicas del ejército, farmacias, y, de ser preciso, incluso a los veterinarios. Involucrando, además, a la sanidad privada por decreto.
Finalmente, y quizá ésta sea la mejor arma con la que contamos, si lo que realmente deseamos es alcanzar la cacareada «inmunidad de rebaño» debemos dejar, paradójicamente, de comportarnos como un inconsciente rebaño de rumiantes. Basta de hacer la vista gorda con celebraciones, fiestas familiares, reuniones clandestinas, aglomeraciones y aforos superados. El 70% de los contagios se producen en el hogar, en nuestras casas. Y de ese 70% un 56% tienen su origen en encuentros con personas externas, ajenas a la unidad familiar. Con este punto enlazo con ese concepto de «ser social» que tanto nos caracteriza al que me he referido en los primeros párrafos de esta columna.
Ahora mismo el «ser social» debe ser, sin contemplaciones ni excepción, sacrificado sine die, encerrado bajo siete llaves. Hagan el favor de separarse de la manada de inmediato, disuelvan el rebaño, y confínense por su propio bien y el de los demás. Antes o después amaneceremos tras esta larga noche de pesadilla, y lo que importará ese día es tener a los que queremos alrededor. Sean muy prudentes y a ser posible, felices.