¿Qué hubiese pasado si hace veinte años, en una noche loca de fiesta, mi amigo Marc no me hubiese presentado a un amigo suyo “tan pesado como tú”? Quiero imaginar que hoy trabajaríaONU en la ONU, uno de mis sueños universitarios, y viviría en un pisazo en Nueva York, donde habría ido a estudiar un máster en Relaciones Internacionales, o sería la directora del algún museo, otro de mis sueños. Pero resulta que me enamoré de ese chico “tan pesado como yo”, y gracias a él descubrí la profesión de periodista y vivimos cuatro años en Beijing.
¿Y si cinco años atrás hubiese aceptado la oferta de trabajo estable que me hizo un periódico de Menorca? Ahora viviría en Ciutadella, tendría ahorros suficientes para abrirme un plan de pensiones y desayunaría cada día pan con sobrasada. Pero rechacé la oferta por miedo a aburrirme en una isla y en lugar de eso me marché dos meses a Serbia para escribir una novela que tenía metida desde hace tiempo en la cabeza.
Ninguna de mis novelas ha sido un éxito de ventas, pero seguramente no hubiera escrito ninguna, ni podría decir hoy que soy escritora, si el día después de que me despidieran de una galería de arte (por falta de espíritu comercial) no hubiese decidido mudarme a Berlín y dedicarme exclusivamente a escribir un libro, en lugar de buscar empleo en una galería. Quién sabe, si hubiera hecho esto último, sería hoy una galerista reputada, hablaría alemán y mi nombre sería la comidilla en los pasillos de las ferias de arte del mundo entero.
Todos almacenamos en nuestra imaginación “otras vidas” que no hemos llegado a vivir. ¿Sirve de algo recordarlas, más allá de para estimular la nostalgia o torturarnos por lo que somos ahora?
“Pensar que podría haber sido otra persona es algo tan vago que obsesionarme con ello a veces parece estúpido”, escribe el académico estadounidense Andrew H. Miller en su libro “On not Being Someone Else: Tales of Our Unled Lives” (Sobre no ser otra persona: historias de las vidas que no hemos llevado a cabo), publicado en septiembre por Harvard University Press. Sin embargo, el magnetismo que genera pensar en lo que nunca ocurrió --sea debido a nuestras propias decisiones o a acontecimientos fuera de nuestro alcance-- tiene una explicación: nos ayuda a dar significado a nuestras vidas. “Nuestros autorretratos tienen mucho que ver con lo que NO hemos sido”, escribe Miller, citado en un artículo reciente en The New Yorker.
Profesor de Literatura Inglesa en la universidad Johns Hopkins, Miller explora en su libro cómo esta fascinación por lo que no hemos sido ha sido tratada en la obra de grandes escritores y poetas a lo largo de la historia, desde Aristóteles y Sartre a Henry James o Virginia Wolf. Y llega a la conclusión de que recordar las vidas que no hemos vivido es mayoritariamente una preocupación moderna. Según Miller, vivimos en una sociedad cada vez más secular y, conscientes de que solo se vive una vez, experimentamos una presión constante no solo para sobrevivir, sino para prosperar: “Nos debemos a nosotros mismos dar en el blanco”, escribe. Y añade que es muy probable que el capitalismo, “con su aislamiento de los individuos y su acelerada generación de opciones y oportunidades” haya disparado nuestra cantidad de vidas no realizadas, avivando la persona que no fuimos. Una de las herramientas básicas de la publicidad, por ejemplo, es vendernos cosas haciendo que imaginemos mejores versiones de nosotros mismos.
Está claro que la irrupción de la pandemia de Covid-19 disparará el número de vidas no llevadas a cabo. Pero todas esas vidas y proyectos que no pudieron ser por culpa del coronavirus seguirán siendo parte de nuestro yo. Son vidas imaginadas por nosotros mismos y, por tanto, reales, dice Miller, convencido de que conocer a alguien “de verdad” significa conocer también lo que no es --lo que podría haber sido o soñaría con ser. “Cuando conocemos por primera vez a una persona la conocemos por cómo es, pero, con el tiempo, percibimos las auras de posibilidad que la rodean, y eso despierta una emoción a la vez bella y angustiosa”, concluye.