Llegué a Barcelona, tras siete años viviendo en Albacete, y me inscribieron en el colegio del Ensanche al que había ido mi madre. En el patio, muchas niñas hablaban como mis abuelos maternos, en catalán; me costaba entenderlas. Cuando las monjas quisieron enseñarme a leer en español --yo ya sabía-- pensé que mi vida iba a ser muy aburrida, pero mi abuelo tuvo una idea: “Mientras tus amigas aprenden a leer en castellano, tú puedes aprender a leer en catalán”. Abrió una vitrina de su casa llena de Patufets, una revista para niños de antes de la Guerra Civil, y me dejó a mis anchas. Aprendí. Gracias a una familia que respetaba las lenguas me convertí en bilingüe. Y no pienso dejar de serlo, por más que los policías ultranacionalistas, los que imponen, acusan y acosan se empeñen. Cataluña, lo quieran o no, les guste o no, es bilingüe. Como Joan Margarit --arquitecto, poeta y Premio Cervantes 2019--, como mi familia y como millones de catalanes.
Han sido premios Cervantes escritores españoles y latinoamericanos: Alejo Carpentier, Jorge Luis Borges, Dámaso Alonso, Octavio Paz, Guillermo Cabrera Infante, Rafel Sánchez Ferlosio, Gerardo Diego, Miguel Delibes, Elena Poniatowska… Ilustres hombres y mujeres que hacen maravillas con el español, con formas, vocabulario y modos gramaticales de sus respectivos lugares. Entre ellos, Eduardo Mendoza, Ana María Matute, Juan Marsé y Juan Goytisolo, catalanes que escriben en castellano. Autores catalanes, aunque algunos se empeñen en defender que no lo son, prescindiendo de sumar su talento a nuestra cultura.
Margarit --catedrático en cálculo de Estructuras y poeta-- es el primer escritor bilingüe --traduce sus poemas del catalán al castellano-- que ha obtenido el galardón. Un hombre que nos ha ofrecido la posibilidad de comparar su obra, el ritmo y las palabras en uno y otro idioma. Leí su libro Un hivern fantàstic y la réplica castellana, Un asombroso invierno. Unos versos me parecen mejores en una de mis lenguas, algunos en la otra.
Los Reyes de España tuvieron que venir a Barcelona a escondidas para entregarle el premio. Mucha intolerancia, demasiado vocerío, ha de existir para que un premio de prestigio internacional no pueda ser recibido con luz y taquígrafos. Es una absurda contradicción en esta Europa donde el bilingüismo no es algo excepcional debido a las múltiples migraciones, guerras y cambios fronterizos. Valoro, personalmente, los textos en inglés de Joseph Conrad (ucraniano de padres polacos) y los de Vladimir Nabokov (ruso), quienes se saltaron los límites de la lengua materna para explorar otras.
Los bilingües se exponen al fracaso, a las faltas de ortografía. Lo hace Margarit cuando acepta el reto que le plantea Miquel Martí i Pol de escribir en catalán, un idioma en el que no había estudiado. Escribe en su lengua materna, pero decide no abandonar ese castellano aprendido fuera de casa porque lo siente suyo. Tras recibir el Premio Cervantes, algunos puristas ultranacionalistas, escritores mediocres y periodistas con ira, han criticado esa capacidad, acusándole de un montón de tonterías. ¿No podemos felicitarnos por tener una cultura bilingüe que merece un Cervantes y millones de lectores? Pues, no. Resulta que es una traición al monolingüismo patriótico, ese dogma de fe que, dicen, salvará el catalán. ¿De qué quieren salvarlo? No murió en 40 años de franquismo, menos aún con la total inmersión lingüística en educación.
El Premio Cervantes se ha engrandecido al galardonar a un autor que se traduce a sí mismo; ha ampliado sus idiomas propios, su riqueza. Quienes insultan a Margarit, quienes no quieren que alguien con el genio de Enrique Vila Matas sea considerado un autor catalán, empobrecen nuestra cultura; la limitan y aíslan del resto de lenguas romances. Dejen que el catalán se mezcle como ha hecho durante siglos.
La lucha político-lingüística aterra. Proliferan los chivatos de la lengua, que acusan y hacen listas de quienes atienden un negocio en castellano. Son los mismos descerebrados que pintan las paredes de una pizzería, pidiéndole a una emprendedora italiana recién llegada a El Clot que se vaya, como si Cataluña fuera de ellos. Dudo que Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa o Gabriel García Márquez quisieran instalarse hoy en esta Barcelona donde los policías lingüísticos se empeñan en acosar dependientas o cerrar restaurantes.
Como dice Joan Margarit, los poetas han de escribir en su lengua materna, pero “el castellano no tiene la culpa de su fortaleza”. Pidamos, como el escritor, una tregua a esta guerra que impide convivir: déjennos hablar en la lengua que queramos en el patio y en la calle. Estamos hartos de los xenófobos de la libretita, de los que nos imponen sus intolerantes reglas. Moltes felicitats, señor Margarit, por su Premio Cervantes.