“Algo horrible, caballeros. La vacuidad y el espanto”. Es el primer verso --libre-- de un poema que Roberto Bolaño, canonizado por su prosa, más desconocido por su poesía (prosaica), escribió sobre la situación de la lírica latinoamericana. Como todo buen verso, sirve para (casi) todo. Sin ir más lejos, como resumen condensado del año que expira dentro de unos días, el más calamitoso desde que la actual generación (la de la mediana edad) tiene recuerdo. Todo lo que podía salir mal, lo ha hecho. La Fortuna hacía tiempo que ya nos había vuelto la espalda, como en un tornaviaje, pero nadie podía esperar --o quizás sí-- que el vigésimo año del tercer milenio fuera a convertirse en una suerte de agonía de la civilización occidental tal y como hasta ahora la habíamos conocido.
Está siendo un crepúsculo violento, generoso en muertes absurdas (cuyo verdadero número todavía sigue siendo una incógnita, para nuestra vergüenza como sociedad), lleno de mentiras, quebrantos económicos y ruina. ¿Exagerado? En absoluto. Habría que remontarse a las dos guerras mundiales del pasado siglo, o al conflicto incivil que destrozó España a finales de los lejanísimos años treinta, para encontrar un símil equivalente al grado de sufrimiento que nos ha regalado cada día del calendario que pronto clausuraremos.
En estos meses hemos perdido la salud, el apetito, los sueños y la tranquilidad. Muchos han visto extinguirse --sin poder impedirlo, sin poder tampoco enterrarles-- la vida de sus padres en infames residencias de ancianos convertidas en lazaretos del infierno; otros han contemplado derrumbarse su negocio, perder su única forma de subsistencia, también un trabajo que seguramente odiaban --pero que los alimentaba--, y esfumarse la confianza vital, cerrándoseles el horizonte. Hemos visto fenecer la vida de ayer, perdida para siempre.
Los políticos son los únicos a los que este Apocalipsis ha afectado algo menos que a la media. Desde el primer día del encierro nos hablan de la necesidad de ser optimistas, después de apelar a una responsabilidad genérica que casi ninguno de ellos --las excepciones aquí son escasas-- practica. Ser optimista ante el saldo de 2020 es una heroicidad. Una quimera. Miles de familias están de luto, muchas se preguntan --sin obtener respuesta-- si parte del dolor que se extiende inmisericorde sobre la mayoría del cuerpo social no hubiera podido evitarse. Y el resto, prácticamente todos, salvo los ciegos y los tontos, desconfiamos hasta de los buenos augurios que acompañan cada Año Nuevo. Son las Navidades negras de un año maldito. Terrible
La globalización, como concepto y como mercado, parpadea como una bombilla a punto de fundirse. Los servicios públicos, sobre todo el sanitario, están heridos de muerte. La libertad se ha tornado peligrosa y el miedo al contagio impide el único remedio que hemos inventado --o eso creemos-- ante las grandes desgracias: estar juntos, abrazados delante del precipicio de una muerte invencible. ¿De qué diablos vamos a alegrarnos? ¿De la vacuna? ¿De continuar (de momento) vivos? Más que buenas noticias ambas esperanzas expresan un sentimiento de resignación: la vacuna no nos va a ofrecer una profilaxis completa. Reducirá el riesgo, sí, pero no desmontará la distopía. Únicamente logrará un descenso estadístico en el cómputo de probabilidades de ser víctimas de la pandemia. No es poco, pero es insuficiente.
La supervivencia nos parece incluso una hipótesis remota cuando hemos visto, a lo largo estos meses, tantos decesos --muchos, por incompetencia--, miserias, rendiciones y hartazgo. Los aplausos desde los balcones se extinguieron, los ordenadores demostraron que no pueden sustituir la presencia real de los otros. Nuestros hogares son celdas de una cárcel con barrotes imaginarios --los más reales-- y las calles se han convertido en sitios peligrosos. Casi todos nos hemos vuelto --en mayor o menor grado-- insomnes, ansiosos, depresivos. Las olas de espanto se suceden sin dejar en ningún instante de alimentar la misma tempestad del principio. Todo es irreal y, al mismo tiempo, absolutamente cierto.
Abandonamos 2020 con la incertidumbre de si veremos (vivos) el final de 2021. Probablemente la historia de la humanidad siempre haya sido así, llena de incertidumbre y sufrimiento, y el miedo, tan compartido durante estos meses, se deba sencillamente a la desmemoria del pasado. El giro de la rueda del destino ha sonado en nuestros oídos como un Apocalipsis de silencio, en vez de interpretar la sinfonía de los metales de las trompetas del último día. Cambiamos de acto. Eso es todo. La ópera trágica continúa.