En pocos días cerraremos un año tremendamente aciago. No es necesario recordar las consecuencias de una crisis sanitaria que ha golpeado todo el planeta y que, además, ha conllevado la mayor caída de la economía que podamos recordar. Un golpe durísimo para un mundo que ya venía mostrando unas enormes fragilidades, que el Covid-19 ha evidenciado y agravado con toda crudeza.
Pese a todo, en el año se han dado algunos logros que pueden invitar a un cierto optimismo. Así, en esta misma columna, hace una semana me refería a algunos avances que, desde lo más cercano a lo global, nos permiten albergar confianza en que, con una cierta celeridad, podremos recomponer los destrozos del coronavirus. O que, incluso, lo vivido este año nos fortalecerá para abordar esas debilidades y disfunciones que ya nos amenazaban antes del inicio de la pandemia.
Tres décadas de globalización y revolución tecnológica acelerada y desgobernada han conducido a unas enormes fracturas sociales, económicas y medioambientales, consecuencia de haber roto con los equilibrios de ayer, sin ninguna propuesta solvente para el mañana. La manera de relacionarnos con el otro, con el medioambiente y con uno mismo ha mutado a velocidad acelerada al ritmo de la incesante revolución digital. Los hábitos e instrumentos de hace unos años, desde el periódico y el libro en papel a la conversación presencial, han cedido a la inmediatez, globalidad y, también, superficialidad de la red.
Sin embargo, este 2020 nos sorprende con un dato inesperado: pese a la eclosión de lo digital, desde las reuniones a través de Zoom a las compras online, ha vuelto el libro en papel. La evolución del sector, pese a la enorme dificultad por acercarse a la librería durante muchos meses, resulta formidable. A su vez, se percibe que se han multiplicado las tertulias y los encuentros alrededor del libro, de la misma manera que nuevas librerías de cercanía, aquellas en la que encontrar un profesional amable a quien pedir consejo literario, se han consolidado en los barrios de muchas ciudades.
Un síntoma al que agarrarnos quienes creemos que en el nuevo escenario que corresponde conformar, debemos recoger lo mejor del mundo de ayer, así el libro y la conversación. Además, tengo la sensación de que este retorno a lo impreso va acompañado de una nueva sensibilidad, que la pandemia ha consolidado, entre los más jóvenes. Un mayor cuidado de uno mismo, del otro, y del planeta, desde el medioambiente al mundo animal. Una recuperación de la empatía necesaria para vivir en sociedad. Algo a lo que tanto contribuye el libro. Y la librería.
Esta actitud que se percibe entre las generaciones más jóvenes es la mejor manera de empezar a dar la batalla de las ideas, y acabar con aquella expresión que, en boca de Margaret Thatcher, representó el inicio de la concepción que nos han dominado en las tres últimas décadas: “La sociedad no existe. Hay hombres y mujeres”. Una idea que ha venido reforzada por la digitalización, que tanto contribuye al aislamiento de la persona.
Si mis lectores me permiten un consejo, regalen libros. En el momento que vivimos, creo que, por imposible que pueda parecer, incluso Oblómov se levantaría de su diván para acudir a una librería.