Sumergidos en un mar de dudas, cuando la segunda ola de la pandemia es ya un tsunami, se manifiesta con agudeza una incapacidad congénita para negar virtud alguna en el bando contrario y admitir cualquier defecto en el propio. Impera la dinámica buenos/malos. Somos así incapaces de entender nada en un país donde, con matices, se ponen de manifiesto 17 criterios distintos para afrontar esta crisis. Lejos de buscar la transacción y el acuerdo, se incentiva el rencor; quizá por la ruptura de los apegos, debido al abandono forzoso de toda vida social.
Perdimos por el camino la épica de la pandemia: aquella de los aplausos a media tarde; se olvidó el cansino Resistiré de versiones repetitivas para todos los gustos; se ha quebrado toda resistencia y desvanecido cualquier vínculo social; impera el cansancio. Sea de forma impuesta o voluntaria, por el temor a salir y enfrentarnos al peligro del contagio. Acabaremos pidiendo que nos encierren de una vez por todas, para ver si recuperamos las ganas de volver a ocupar las calles.
Las dudas no tienen fronteras: Europa está también hecha unos zorros y con serias dificultades para impulsar una acción coordinada. El consuelo no sirve. El “¿qué nos pasa?” es una pregunta que, se supone, se hacen también nuestros vecinos de la Unión Europea (UE) que han de arreglarnos la vida en buena medida. Tengo una curiosidad: qué pasaría por la cabeza de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen, durante la Conferencia de Presidentes cuando escuchó el mitin independentista del meritorio (aunque con sueldo) aspirante a contable mayor que tenemos de presidente interino en Cataluña. Solo le habría faltado conocer que, en pleno sindiós de pandemia, la Generalitat creó una NASA catalana. Sea maniobra de distracción o boutade, da igual: a nadie interesa; acaso un deseo de cambiar el viaje a Ítaca por el viaje a la Luna porque Cataluña será imperio galáctico.... o no será.
Tampoco conoceré que concluirán los historiadores cuando estudien qué pasó en España en estas aciagas primeras décadas del siglo. Quizá acaben perplejos o catatónicos ante la infinita capacidad demostrada para acabar con la institucionalidad que nos permitió ser un referente internacional tras la salida de la dictadura, con una transición modélica y la adopción de una monarquía parlamentaria que algunos socios del Gobierno manifiestan sin ambages querer dinamitar. No nos queda ni capacidad de sorpresa: todo es posible.
Vivimos víctimas de una suerte de discurso que conduce a despreciar lo construido en estos últimos 40 años. Como si algunos estuviesen empecinados en establecer comparaciones con quienes están mejor, no con cómo estábamos. Cataluña, la de la república de siete minutos, nunca será Dinamarca, sino un paraíso de ficción o, lo que es peor, una pesadilla.
Es evidente: se ha mejorado y mucho estos 40 años. Salimos del largo túnel de mediocridad que nos impusieron; pero se tiende a demoler lo construido. Pasamos de un Estado centralista al autonómico; se olvida, por ejemplo, que en 1980, cuando la inflación se situaba en torno al 15%, la renta per cápita era de 4.200 euros por 26.400 pasados los 40 años, o que teníamos 657.000 universitarios frente a 1.633.000 el curso pasado.
Es ya un lugar común que nos llevan al precipicio de la devastación económica y moral, arrastrados por un tsunami populista de diverso pelaje. Con variedades autóctonas como el independentismo de la república catalana de ocho segundos; progres comuneros (ni comunes, ni comunistas) capaces de sembrar de adoquines Barcelona para poder decir después que “debajo está la playa”; voxeros de moción de censura de viaje a ninguna parte y miseria intelectual; derecha adocenada que oscila entre el centro y un conservadorismo rancio; cesarismo sanchista encastillado en la idea de que el socialismo es exclusivamente lo que hacen los socialistas; podemismo acomodado, aferrado al poder y arropado con una verborrea intelectualoide.
Todo se deteriora: a medida que se incrementan las desigualdades se menoscaba la democracia; sin mercado no hay libertad; se demoniza a empresas y empresarios; se vapulean las instituciones. En consecuencia, al tiempo que se niega el progreso conseguido, se frenan las inversiones, crece la deuda, empeora la inestabilidad política, campa la corrupción, cunde la sensación de ineficiencia de las administraciones públicas y, al tiempo, se adora al becerro Estado omnipresente. Imperan incertidumbre, desasosiego, cansancio, repulsión y desencanto.
Y, en esta tesitura, en pleno debate del estado de alarma, el Presidente del Gobierno apareció en el Congreso mientras hablaba Salvador Illa, tomó las de Villadiego acto seguido y dice que comparecerá cada dos meses o cuando le salga de los bemoles, cual si fuese una magnánima deferencia hacia el poder legislativo. Es difícil calibrar si se trata de pereza, dejadez o desidia, parapetado en el “liderazgo compartido”.
Con una economía jibarizada por el virus de la incompetencia, más que por el Covid-19, las crisis sanitaria y económica auguran otro tsunami: desempleo, pobreza y colas del hambre, además de revuelta. En tiempos del zapaterismo, cuando la Gran Depresión de 2008, los atisbos de mejora económica se bautizaron “brotes verdes”. La algarabía de estos días por la subida del PIB el tercer trimestre, parece más fruto del “efecto ensoñación”, dado el monumental descalabro de dónde venimos y hacia el que previsiblemente nos empujan. Empeñados en asumir fantasías que distorsionan la visión de la realidad, a base de anhelar situaciones que desearíamos disfrutar. Como soñar despiertos con un mundo utópico que nos permita superar las insatisfacciones presentes.