La pandemia nos está llevando a una situación límite, en la que grandezas y miserias se evidencian con toda crudeza. En este contexto, la política recibe los mayores varapalos de una sociedad profundamente desorientada. Su radicalidad, el aferrarse a las posiciones más propias y el buscar la destrucción del rival, aún en las dramáticas situaciones que vivimos, lleva a la ciudadanía a desconfiar de los poderes públicos, precisamente cuando son más necesarios que nunca.
Son muchas las razones que han llevado al desprestigio de la función pública. Algunas vienen de lejos, entre ellas la corrupción y la transformación de los partidos políticos en unos aparatos de poder endogámicos y opacos. Todo ello llevó al descrédito de la política de ayer, que fue cediendo paso a una nueva manera de entender la cosa pública, que se concretó en la emergencia de nuevos partidos que pretendían romper con el pasado, y en la introducción de determinadas prácticas en los partidos tradicionales.
Entre los nuevos partidos, me cuesta ver las aportaciones diferenciales de Podemos, Ciudadanos o el independentismo catalán, en sus diversas formulaciones. Pero querría referirme, en estas líneas, a algunas reformas que han ido consolidándose en formaciones de larga tradición como PSOE o PP. En concreto, a la celebración de primarias para la elección de sus candidatos.
Las primarias se veían como la reforma estrella, un mecanismo de transparencia y una oportunidad para el debate abierto acerca de las propuestas y prioridades con que los partidos debían acudir a las urnas y, especialmente, gobernar en caso de ser elegidos. Celebradas ya unos cuantos procesos de este tipo, creo que han aportado todo lo contrario.
Las primarias han servido para radicalizar las diversas corrientes que anidan en el seno de los partidos, pero no tanto por cuestiones ideológicas o programáticas, como por personalismos y, aún más, por rechazo al otro. Así, a lo que nos lleva es a eliminar radicalmente a los perdedores, aunque entre ellos se cuenten personas muy válidas, y a otorgar al candidato vencedor, que se rodea exclusivamente de los suyos, todo el poder en la nueva organización.
Así las cosas, resultaba más sensato aquel modelo de partido en que los órganos de gobierno respondían a la pluralidad de sensibilidades del partido, y los esfuerzos se orientaban en gestionar los equilibrios entre unos y otros. No se trataba tanto de estar entre los fieles al vencedor, como de representar una determinada corriente y ser capaz de representarla y defenderla en el gobierno del partido.
Si en el seno de los partidos, el debate y la confrontación interna desaparecen para dar paso a la devoción radical al ganador de las primarias, tampoco podemos esperar que, cuando alcancen el gobierno, entiendan el acuerdo con otros partidos como algo natural.
A la vista de la escasa, o nula, aportación de los nuevos partidos, y de lo contraproducente que pueden resultar medidas como las primarias en los partidos tradicionales, quizás resulte que la vieja política no estaba tan mal. Pero no será fácil de recuperar, las personas que representan la manera de entender la política de ayer huyen de la de hoy. Así estamos.