Hábleme en la lengua que quiera…que yo le responderé en la que me parezca. Una de las prácticas culturales más respetuosas y sugerentes es entablar una conversación entre varias personas y que cada una hable en su lengua materna, siempre y cuando todas tengan competencias lingüísticas en cada una de las lenguas utilizadas. Si son tres o más idiomas los empleados, desde fuera puede parecer un guirigay, pero dentro se percibe como un disfrute extraordinario. Si son sólo dos las personas que charlan, se crea una complicidad aún mayor que hablando el mismo idioma, incluso en las discusiones.
El catalán y el castellano son lenguas tan próximas que el catañol nunca ha cuajado en espacios compartidos. Durante más de cinco siglos se ha hablado en ambos idiomas, sobre todo en Barcelona y núcleos urbanos próximos. Ni la imposición filipista del español como lengua administrativa común, ni el deseo uniformizador educativo de Carlos III, ni las disparatadas prohibiciones de impresos catalanistas durante la dictadura de Primo de Rivera, ni el españolismo educativo y administrativo del franquismo, ni la inmersión nacionalista de Pujol y demás consejeros lograron erradicar el uso cotidiano de ambas lenguas, fuera en las calles o en las casas.
Las prohibiciones y las imposiciones pudieron generar y producen rechazo en comunidades monolingües, pero ante esas medidas coercitivas en las comunidades bilingües se tomaron y se siguen adoptando actitudes de resistencias cotidianas. En la Cataluña mestiza de años atrás, si en el aula obligaban en catalán o en castellano, en el patio se seguía hablando en ambas lenguas. Había juegos que se aprendían en catalán, otros en castellano. Las bodegas de barrio han sido otros de los lugares donde el chapurrejat era más que habitual. Quizás sea cierto el refrán y también en temas de lenguas niños y borrachos siempre dicen la verdad.
Al margen de los espacios controlados por el poder uniformizador de turno y sus cómplices, en lugares compartidos por catalanohablantes y castellanohablantes nunca existió el objetivo de imponer al otro su lengua materna, porque obligar al uno o al otro, además de iniciar un conflicto, hubiera podido suponer lanzar a toda una cultura común desde un acantilado, sin saber a qué distancia está el suelo.
En su breve ensayo sobre la violencia, Hannah Arendt apuntó que cuando “los resultados de las acciones de los hombres están fuera del control de los que las ejecutan, la violencia alberga en sí misma un elemento añadido de arbitrariedad”. Espoleados por ideólogos fanáticos, son cada vez más frecuentes comportamientos fascistoides entre individuos que imponen una lengua como único vehículo de comunicación. El nacionalismo catalán ha sembrado la intolerancia lingüística sin percibir que esos actos arbitrarios han dinamitado la convivencia del pasado y laminan la coexistencia en el presente.
Cuando las hojas de reclamaciones se exigen para dejar constancia de este tipo de actos fundamentalistas, se impone la victoria de una parte que puede significar el fin de las dos. Lo que viene después es imprevisible. Decía Arendt que cualquier predicción de futuro es una proyección de procesos del presente que no tiene en cuenta el cambio inesperado que siempre interfiere. Las señoras que acosan a camareras y dependientas por no hablar en la lengua que ellas han decidido como la única catalana han marcado un antes y un después. Las lenguas, como los cantes, suelen ser de ida y vuelta, las bofetadas también.