La reacción del independentismo a dos recientes sentencias relacionadas con el procés muestra claramente el ventajismo de quienes siempre ganan o siempre creen que ganan, tanto cuando opinan una cosa como cuando opinan la contraria.
El pasado día 19 se conoció la condena a cuatro exmiembros de la Mesa del Parlament --Lluís Corominas, Lluís Guinó, Ramona Barrufet y Anna Simó-- a 20 meses de inhabilitación y 30.000 euros de multa por desobedecer con “contumacia” resoluciones del Tribunal Constitucional y permitir el trámite de varias iniciativas parlamentarias durante dos años, entre ellas las que se referían al referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017 y a la declaración unilateral de independencia (DUI).
De inmediato, el independentismo reaccionó con dos ideas: la condena es un ataque a la inviolabilidad parlamentaria y a la libertad de expresión en la Cámara catalana, por una parte, y la sentencia pone de relieve, por otra parte, que la expresidenta Carme Forcadell, condenada por el Tribunal Supremo a 11 años y medio de cárcel, debería estar en la calle porque los hechos en los que participó son los mismos.
Sobre el primer punto, el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) explica que “los actos parlamentarios no pueden tener en ningún caso como finalidad el incumplimiento de la ley, en especial el de la Constitución”, y añade que “tampoco compromete la autonomía parlamentaria que el Tribunal Constitucional pueda requerir a la Mesa del Parlament de Cataluña para que se abstenga de adoptar determinados acuerdos o para que impida que se lleven a efecto por razones de inconstitucionalidad”.
En cuanto al segundo punto, al margen del juicio que merezcan los 11 años de cárcel, no es tan difícil reparar en que no tiene la misma responsabilidad la presidenta del Parlament que los miembros de la mesa, aunque los hechos sean los mismos, además de que la participación de Forcadell en el procés no se limitó a su actuación como presidenta de la Cámara.
El mismo argumento de “por qué unos sí y otros no” se ha repetido en la sentencia que absuelve de sedición y desobediencia al mayor Josep Lluís Trapero, la intendente Teresa Laplana y los dos cargos políticos de los Mossos, César Puig y Pere Soler. Una sentencia, por cierto, que descoloca a todos los que habían dicho que la condena estaba escrita antes del juicio, entre otras peregrinas razones aduciendo que era una venganza por el éxito de Trapero en la gestión de los sangrientos atentados de Barcelona y Cambrils de agosto de 2017.
En este caso, se aprovecha la absolución para preguntarse por qué el conseller de Interior de la época, Joaquim Forn, y los otros procesados por el Tribunal Supremo fueron condenados a penas de prisión y ahora Trapero no lo es. La respuesta no es tan difícil. La sentencia de la Audiencia Nacional no discrepa de los hechos probados de la del Supremo, pero en el caso de Forn y los demás se distingue la responsabilidad de los políticos de la de los funcionarios policiales. Los jueces interpretan que los mandos de los Mossos no estaban conchabados con los jefes políticos y actuaron con proporcionalidad, y no con pasividad, para “minimizar los daños” siguiendo las instrucciones judiciales.
Pero ya se sabe que la lógica interpretativa de ciertos medios independentistas es la de que nosotros siempre tenemos razón. Si nos la dan, el Estado de derecho existe, aunque sea por una vez; si no nos la dan, no hay Estado de derecho. Hace unos días, un exdiputado de la CUP que ahora oficia de tertuliano, para minimizar las discrepancias entre ERC y Junts per Catalunya, las comparó con las divergencias entre el Gobierno y el Consejo General del Poder Judicial diciendo que la bronca en Madrid era mucho mayor. No se daba cuenta, el pobre, que con esa comparación estaba reconociendo lo que él y otros muchos siempre niegan: que en España hay separación de poderes.