En un país normal y razonablemente democrático existen dos grandes tendencias políticas. Las posiciones más socialdemócratas y las liberal-conservadoras. En muchos aspectos del debate político, entre estas dos posiciones suele haber sustanciales discrepancias de fondo. No es malo que así sea la cosa ya que con el paso de los años y la alternancia política la sociedad alcanza unos puntos de equilibrio que apuntalan un mínimo de paz social y la continuidad de las instituciones.
El problema se da cuando los líderes de los diferentes partidos políticos, en un “mercado” político cada vez más competitivo, beben más café de lo deseable para tensionar a su electorado. Emerge el infinito bucle de la demagogia, la berrea de simplones eslóganes, el debate nivel párvulo, el sectarismo, la hiperventilación y la poco edificante falta de respeto. La emoción eclipsa la razón y la propaganda a la información. Las partes intentan imponer su ideología caiga quien caiga, utilizando todos los resortes del poder económico, político, judicial y mediático. Así llevamos en España algunos años, y en Cataluña ni te cuento.
La izquierda española ha jugado mejor sus bazas en el campo ideológico dado que siempre ha cuidado mejor los entornos que tutelan la educación, cultura, universidad y medios de comunicación. La derecha no le prestado demasiada atención al mundo de las ideas. Ha estado más centrada en lo terrenal que en lo filosofal y más en lo coyuntural que en lo estructural. Los conservadores han basado su estrategia en mantener un perfil ideológico bajo para no movilizar electoralmente a la izquierda. Como resultado, tenemos que el tablero de “batalla cultural” está desequilibrado y eso no es bueno. Ni siquiera para la izquierda a largo plazo.
La superioridad moral con la que la izquierda defiende sus postulados es tan bestial que todo aquel que ose discrepar sobre algunos de sus (neo) mantras sufre un linchamiento político y personal descarnado. No sólo defiende sus postulados con vehemencia, sino que, además, exige sumisión ideológica a los nuevos cánones de corrección política que nacen en sus factorías de pensamiento. Nunca se señaló a la disidencia con tanta inquina y con tantos medios. He visto cientos de casos en los que la gente de talante conservador no se atreve a exponer sus ideas en sus centros de trabajo, en la calle y menos aún en público. El miedo a represalias, a ser tachado de retrógrado o diabólico fascista está presente en nuestra sociedad. Esos ciudadanos saben que defender a la derecha “a calzón quitao” se acaba pagando y que nadie les cubrirá las espaldas.
La izquierda presiona, no sólo en España, con tanta fuerza al discrepante que acaba arrinconando su libertad de expresión a la mínima expresión. Algunos se extrañan luego cuando aparecen importantes bolsas de voto oculto en las encuestas, victorias electorales de líderes como Trump o la irrupción de partidos políticos como Vox, cuyo leitmotiv es precisamente romper con esas cadenas de pensamiento único que impone lo políticamente progre, cool, ultrafeminista y eco-vegano-sostenible. En otras palabras, el ímpetu político de la izquierda está provocando que en política también se active el principio físico de acción-reacción de Newton: “si un cuerpo actúa sobre otro con una fuerza (acción), éste reacciona contra aquél con otra fuerza de igual valor y dirección, pero de sentido contrario (reacción)”.
Las élites políticas llevan años intentando ocultar las indiscutibles tensiones que genera una inmigración descontrolada e ilegal, el paro masivo entre los más jóvenes, las necesidades de aquellos que madrugan pero no llegan a fin de mes, la creciente inseguridad en nuestros barrios, el apoyo social a los cada vez más okupas, el arrinconamiento del castellano en Cataluña o las graves consecuencias de haber destruido la presunción de inocencia de los varones a través de la ley de violencia de género. Estas cuestiones, que muchas personas sólo se atreven a denunciar en el más íntimo espacio familiar por miedo a ser crucificado, condicionan cada vez más el voto, aunque no suelan protagonizar la agenda pública y publicada.
Si además de ser conservador eres constitucionalista en Cataluña, la marginación, el acoso y la lapidación roza la perversión. Pero bueno, sobre el apartheid étnico supremacista que sufrimos los creemos que nos conviene estar unidos ya hablaremos otro día. No he tomado suficiente Almax para continuar con este asunto.