Mientras hacía la cola para pagar en caja se montó un zafarrancho. En la fila de al lado una parejita de señoritos se habían bajado la mascarilla y todo el mundo los contemplaba con disgusto y repugnancia. Una cajera exclamó, con tono urgente, como para frenar a los virus que ya estaban empezando a fluir desde aquellas dos bocas y narices y contaminándonos a todos: “¡Por favor, pónganse las mascarillas!”. Los señoritos, al unísono, contestaron, en tono desafiante:
--¡Estamos exentos!
La cajera preguntó: “¿Tienen algún justificante médico?” A lo que el señorito respondió: “No. Y usted, ¿quiere que le ponga una denuncia?”
La cajera calló. Pero como los señoritos seguían sin taparse la cara y la cola avanzaba lentamente --han vuelto aquellos días de marzo en que cada cliente llenaba su carrito hasta rebosar, como para resistir un asedio y no tener que volver a poner los pies en el supermercado en unos cuantos días--, hubo tiempo para que otras clientes interviniesen: “¡Se han quitado las mascarillas justo cuando estaban a mi lado!”, lamentaba una señora angustiada. Otra les reprochó su inconsciencia: “¡Sois unos egoístas! ¡Aquí hay gente de alto riesgo!” Los señoritos, sintiéndose cada vez más acosados por una gente que les debía de parecer social e intelectualmente inferior, se defendían al ataque:
--¡Veis demasiado tele cinco!... ¡Os tienen engañados como corderitos! ¡No miréis tanto la sexta!
Todo era tensión y mal humor. Daba la impresión de que incidentes como éste no son excepcionales sino que deben de repetirse con cierta frecuencia, porque las cajeras sacudían la cabeza con una especie de resignación y mascullaban “¡Lo que hay que aguantar!” y “¡Qué ganas de que acabe el turno!”
Por fin sonó un timbre, y apareció una controladora del supermercado que pidió a los exentos --“se lo estoy pidiendo por favor, son las normas”-- que se pusieran las mascarillas. Y los exentos, rezongando que aquello era el colmo, que va uno a comprar y encima tiene que aguantar esto, y que la gente tiene el cerebro lavado, por fin obedecieron, pagaron y salieron. En pocos minutos habían logrado incordiar, indignar y asustar a treinta personas aproximadamente, entre clientes y empleados, convirtiendo el supermercado en un gallinero.
Aún así se fueron convencidos de tener toda la razón y de haber abanderado la lucha eterna que sostiene el espíritu independiente y libre de supersticiones contra la masa convencional y alienada, sometida a través de los medios de comunicación al discurso del poder.
No debían de ser unos exentos muy inteligentes, porque eran incapaz de comprender que lo importante, en aquel contexto, no era si la mascarilla es un placebo (como ellos creen) o si, al contrario, es una necesaria medida de protección contra la enfermedad (como cree la inmensa mayoría).
Lo que les descalifica no era su opinión, que a nadie le importa; como tampoco la opinión de todos los demás; les descalifica haber tratado de imponerla físicamente fallando a ese elemental deber cívico de no contribuir a extender el miedo y el malestar entre la gente, ya bastante agitada por la cruda realidad.
De ese deber cívico no está exento nadie.
Algunos de los males que aquejan a nuestra comunidad tienen que ver precisamente con esa mentalidad de algunos de que sus convicciones, o sus intereses, les habilitan para perturbar el bien social impunemente, porque creen estar, mágicamente, exentos.