A los tres años del 1 de octubre de 2017, el independentismo catalán está ahogado por la simbología, o por el postureo, como se dice ahora. La despedida de Quim Torra de la presidencia ha sido una muestra más de la gesticulación inútil: un pleno simbólico del Parlament para despedirlo, en el que el inhabilitado intervino como invitado; una resolución, aprobada solo por los independentistas, en la que la Cámara “no reconoce como legítima la sentencia” del Tribunal Supremo; un despacho y una silla vacías en el Palau de la Generalitat, envuelto por cuatro barras de tela roja como si el noble edificio fuera un regalo empaquetado, no se sabe si por la última orden del president o por la primera cuando ya había dejado de serlo.

En su último discurso ante el Parlament, Torra fue más auténtico que nunca. Acusó al Estado de “derrocarle” en un golpe de Estado, una calificación que los independentistas utilizan cada dos por tres --el artículo 155, sin ir más lejos-- después de haber denostado a los que consideraban que los plenos del 6 y 7 de septiembre y la fallida declaración de independencia del 10 y el 27 de octubre de 2017 sí que podían adjetivarse de esa manera.

En un nuevo ejercicio de tergiversación de la realidad, el presidente destituido culpó de su inhabilitación a un “tribunal de parte a 600 kilómetros de aquí” cuando el Supremo lo único que ha hecho ha sido confirmar la sentencia condenatoria a 18 meses de inhabilitación dictada por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. De aquí, aunque para Torra quizá el TSJC tampoco sea de aquí.

Otro de los argumentos de Torra fue el manido recurso a que la justicia europea le dará la razón, como a todo el conjunto del ‘procés’. “Solo allí podremos tener un juicio justo y ganaremos”, dijo. Habrá que verlo. Por el momento, ninguna de las dos decisiones del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) de Estrasburgo sobre el procés ha dado la razón a los independentistas y en la sentencia sobre Torra el Supremo cita 51 sentencias del TEDH y cinco del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) para apoyar sus argumentos.

En el plano más político, cara al futuro, Torra apeló a la “ruptura democrática”, con referencias al 14 de abril de 1931 (proclamación de la II República)  y al 1 de octubre de 2017 (referéndum ilegal y sin garantías), para conseguir que las próximas elecciones de febrero se conviertan en un nuevo plebiscito que emule al de septiembre del 2015 cuando los dos grandes partidos independentistas formaron Junts pel Sí y se quedaron a más de dos puntos del 50% de los votos.

ERC, sin embargo, tardó minutos en rechazar el plebiscito. Alcanzar el 50% de los votos es el nuevo tótem que se ha fijado una parte del independentismo, Junts per Catalunya y la ANC, para legitimar la declaración de independencia. Esquerra se opone. Oriol Junqueras y Marta Rovira rechazan en su libro Tornarem a vèncer (i com ho farem) que el 50% sea suficiente, aunque ven plausible alcanzarlo. “Cuanto más superemos el umbral del 50% de votos, más incontestable será nuestra legitimidad. ¿Bastará con superar el 50%? No, de ninguna manera”, escriben, y abogan por ensanchar la base y conseguir que en sucesivas elecciones los partidarios de la independencia sean cada vez más. En el libro de Magda Gregori Pere Aragonès, l’independentisme pragmàtic, el actual president en funciones aboga por llegar al 70%-80% para poder convencer al Estado de la necesidad de celebrar un referéndum sobre la independencia.

A la vista de las débiles reacciones que ha suscitado la sentencia del Supremo, es una ensoñación plantearse otra declaración de independencia. La protesta se ha limitado a unos centenares de manifestantes y a la quema de algunos contenedores en Barcelona y Girona. Como ha ocurrido otras veces, el único partido independentista que dice la verdad, pese a las discrepancias con sus objetivos, es la CUP. “Lamentamos mucho que la sentencia de su inhabilitación se haya aceptado de manera humillante y sin ninguna disidencia democrática”, le dijo a Torra el líder cupaire Carles Riera en el pleno del Parlament, en el que, por cierto, volvió a demostrarse la dispersión de la oposición: el PSC no fue, pero sí lo hicieron el PP y Ciudadanos (a medias), al contrario de lo ocurrido otras veces, en las que el PP y Cs abandonaban la sesión, pero el PSC se quedaba.

La despedida de Torra se ha producido, pues, sin pena ni gloria, con mínimas protestas, muchos gestos inútiles y la misma división entre el independentismo que ha marcado su mandato. Serviría para resumirla aquel estrambote de Cervantes: “Y luego, incontinente, / caló el chapeo, requirió la espada, / miró al soslayo, fuese, y no hubo nada”.