Fue el pasado 11 de septiembre, durante la representación tragicómica de la Diada, cuando se pudo contemplar que había sillas vacías. Es posible que sus ocupantes no acudieran a la convocatoria por ser conscientes de los riesgos de contagio o por haber preferido un fin de semana largo. Tantas razones como ausencias, cierto, pero una masa militante, creyente y movilizada ha de comportarse como tal, o es todo una farsa.
La imagen de sillas vacías cerca de la sonriente Paluzie fue un déjà vu. Es muy incómodo experimentar esa sensación, en la mayoría de las ocasiones no se consigue recordar cuándo se ha vivido ese momento, y uno acaba enfadado consigo mismo y con su memoria. Ocurre, a veces, que al cabo de unos días y sin saber por qué en tu mente se superpone la memoria reciente y la más antigua. Y cuando esa coincidencia ocurre te extraña la semejanza.
El déjà vu me trasladó a una librería en La Habana, antes de que cayera el muro. La crisis de los balseros se estaba larvando y las tiendas aún tenían mucho de poco, incluso podías pagar en pesos, previo cambio en el mercado negro. En una mesa estaban expuestas las novedades de libros mal impresos en un papel amarillo y tieso. Uno de ellos tenía la misma portada que su título: Dos sillas vacías. Era una novelita corta de un escritor oficial de la República Democrática de Alemania: Erik Neutsch. El argumento era tan sencillo como inquietante: unos exalumnos de secundaria se reúnen con algunos profesores en un restaurante, unos años más tarde de su graduación. Están todos, menos dos, y las que tenían que haber sido sus sillas nadie las ocupa y son arrinconadas, aunque quedan como testigos a la vista de todos.
Uwe, el más problemático y respondón había muerto heroicamente --como buen revolucionario-- en apoyo a una guerrilla de liberación. Al otro, Wolfgang, se le recordaba por su brillante inteligencia, pero, para sorpresa del director, había huido a la otra parte de Alemania con un pasaporte falso, aprovechando unas vacaciones en Bulgaria y que Turquía estaba al lado. Poco antes de terminar la comida, el jefe del restaurante entregó una carta que había recibido del huido y el director la leyó: “¡Perdóname, viejo maestro de escuela! ¡Perdónenme, queridos amigos y amigas! De seguro me he convertido en una especie de desertor a sus ojos”.
Una de las sillas estaba vacía porque el exalumno había elegido “el tipo de libertad” que siempre le había parecido más “deseable y adecuada”. No había sido “un cortocircuito” sino la solución a “un problema de conciencia”. Según el régimen socialista, Wolfgang era ahora un desertor: “Es muy posible que ahora me maldigan, pero llegará el día en que volveremos a abrazarnos como buenos amigos”. A fines de los setenta, la deserción era tan cotidiana --por deseada, ejecutada o reprimida-- que se había convertido en un tema literario en la RDA. O así pensaba el servil Neutsch hasta que su amado régimen censuró la adaptación cinematográfica de su novela en 1983.
Que haya sillas vacías en un acto convocado por el movimiento nacionalista se puede interpretar desde el punto de su élite dirigente con la misma lectura lineal de la obra de Neutsch: un héroe caído y un desertor. Pero también cabe la visión de los fieles sumisos que han descubierto que el mundo creado por el discurso único es falso, que por las grietas de su envoltorio --tan estelado como asfixiante-- entra aire fresco, de izquierdas o de derechas. Tanto da, se trata de respirar. Un dogmático fanatizado menos es un espíritu libre más, y llegará el día en que volvamos a abrazarnos como buenos amigos, como en la profética y paradójica novelita de Neutsch.