Una Diada para olvidar desde el punto de vista de los independentistas. Los pueblos de interior pusieron el cartel de completo a mediodía. La afluencia de turistas fue masiva, con claros deseos de disfrutar del campo, en un día claro y templado. L’onze de setembre recobró este año, debido en gran parte a la pandemia, pero no sólo por ello, el espíritu de hace una década, cuando la fecha se fijaba en el calendario, esperando que fuera posible enlazarlo con un fin de semana. Los catalanes han comenzado a recuperar una fiesta, y, dependerá de cómo evolucione la situación política, es posible que en poco tiempo podamos ver de nuevo magníficas senyeres en los balcones, como signo de querer ser sin enfrentamientos con nadie, como aprendimos desde la transición varias generaciones.
Muchos ciudadanos, de la misma forma que vieron en el proceso independentista una forma de engancharse a un futuro ilusionante –eso interiorizaron—saben ahora valorar un día festivo y pueden asumir un cierto grado de frustración. Otra cosa será su voto, que, a falta de alternativas claras, podría seguir refugiado en siglas nominalmente independentistas. El caso es que el proceso soberanista iniciado con la Diada de 2012, vive sus últimos pasos. Ya no es posible mantenerlo con cierta tensión. Las manipulaciones han sido tan evidentes, que sólo los que viven del negocio lo defenderán.
El problema, sin embargo, es el marco mental independentista, que perdurará en el tiempo, porque los dirigentes del movimiento repiten consignas que se han acabado creyendo. Una prueba de ello es la figura de Marcel Mauri, el vicepresidente de Òmnium Cultural. Se puede tomar como ejemplo, porque otros, como el mismo presidente de la Generalitat, Quim Torra, han traspasado todas las líneas rojas. La mala fe de Torra, --casi mejor caracterizarlo así, que no tildarlo de absoluto ignorante, cosa que no es—contrasta con la banalidad de Mauri.
Lo ha explicado el profesor Manuel Arias Maldonado con una petición muy sensata. Sólo desde el reconocimiento del pluralismo interno en Cataluña, y del pluralismo interno en el conjunto de España, sólo desde la honestidad y de la buena predisposición, conociendo la realidad, se podrá abordar el cambio político que sea necesario. Y eso no lo hace ni lo quiere hacer el independentismo que está en manos de un puñado de señores y señoras que sostienen absolutas barbaridades, que difunden cosas que no son y que practican un supremacismo que provoca la vergüenza ajena.
Vamos con Mauri, que, según el conjunto del movimiento independentista, es el moderado, frente a los exaltados de la ANC que dirige sin ninguna muestra de inteligencia Elisenda Paluzie. Mauri reivindicó en la Diada de este viernes la libertad de los presos políticos, con un acto con 2.850 sillas vacías dedicadas a los “represaliados”. ¿Qué represaliados? Se buscó el momento lúdico, pero trascendente, con un tema de la cantante Queralt Lahotz, la interpretación de Els germans, la versión en catalán de Los hermanos de Atahualpa Yupanki. ¿De verdad, a estas alturas del partido, Atahualpa Yupanki? ¿Qué le han enseñado a Mauri? ¿En qué cueva ha vivido todo este tiempo?
El marco mental es terrible. Se vive constreñido entre cuatro paredes con la estelada y lo que sólo era un intento de forzar una negociación con el Gobierno del Estado para que unas elites políticas pudieran mantener el monopolio del poder autonómico --Artur Mas-- se transformó en un autoconvencimiento de que se vivía en un país sin derechos y prácticamente colonizado.
Mauri es la prueba. Cada vez que habla Cataluña aparece como un país sometido, bajo el poder de una España imperial represora.
Y no han visto nada, ni quieren admitir que los problemas en el interior de Cataluña, de pequeños empresarios, de profesionales liberales o de obreros en la industria o en los servicios son los mismos que se viven en el interior de esa España opresora, en capitales de provincia que se desvanecen, en pueblos medios que temen el futuro de la misma forma que en Vic. Y son los mismos problemas que atenazan a las grandes ciudades medias en Francia, o en los pueblos de Gales, en el Reino Unido.
Sin un cambio mental, sin una reflexión profunda de esos dirigentes que han arrastrado a tantos miles de catalanes, no habrá nada que hacer en Cataluña en las próximas décadas.
El problema, en todo caso, es aún más profundo, a no ser que, de verdad, se produzca una reacción de ese ciudadano medio, del Eixample de Barcelona, de Berga o de Olot, o de Reus. Se trata de recuperar el espíritu catalán, si es que realmente existió alguna vez: ¿no habíamos quedado en que el catalán era un ser individualista y que trabajaba para su propio interés? Pues volvamos a ello, y dejemos que los Mauri de turno hablen solos, como si estuvieran en el Speaker’s Corner del Hyde Park de Londres.
Igual es eso lo que falta en Barcelona, una zona en el Parque de la Ciutadella para que Mauri, Paluzie, Torra, Puigdemont o ese magnífico señor de la CUP que se llama Carles Riera, hablen con toda libertad, con aspavientos. Aplaudiremos con gusto, en una tarde de domingo.