Este mes de agosto, para huir del bochorno y la dulce rutina de mi autoimpuesto semi-confinamiento, me he dedicado a visitar los museos de Barcelona. ¡Qué placer tan grande poder pasearme prácticamente sola por las salas de la Fundació Miró o el MNAC, sintiendo cómo se me erizaba el vello de los brazos a causa del aire acondicionado!
Uno de los últimos museos que visité fue el CaixaForum. Había llovido la noche anterior y el ambiente era algo más fresco que otros días, así que antes de entrar di un breve paseo por los jardines de Montjuïc, donde me crucé con algunos corredores y ciclistas motivados, y disfruté de las vistas de Barcelona. Cuando el sol empezó a apretar, me refugié en el interior del museo, dispuesta a visitar la exposición estrella: Objetos de deseo. Surrealismo y diseño, 1924-2020.
La verdad es que es entretenida. Sin embargo, la exposición que más me gustó más una más pequeña, situada cerca de la entrada, con un nombre más sugerente: Dónde estamos, dónde podríamos estar. Comisariada por Diana Guijarro, la exposición “plantea una revisión de nuestras formas de conexión con el entorno y el paisaje, entendiendo estos conceptos como espacios con definiciones en transición”, tal y como puede leerse en los paneles informativos.
Obviamente, leyendo ese panel uno no entiende nada. Nunca he entendido por qué los comisarios de exposiciones se empeñan en utilizar este tipo de lenguaje, tan pseudointelectual e ininteligible, para los textos de panfletos, catálogos y paneles informativos. Por mi parte, he aprendido a ignorarlos: cuando entro en una sala, voy directa a contemplar las obras de arte, evitando interferencias --odio las guías y las audioguías-- y espero a ver si despiertan en mí la curiosidad o algún tipo de experiencia estética.
Eso fue precisamente lo que me ocurrió cuando entré en la pequeña expo del CaixaForum y me planté delante de la instalación Hogar Móvil, de la artista libanesa Mona Hatoum: un despliegue de objetos domésticos --trapos de cocina, tapetes, un fregadero, un barreño, una maleta, fotografías con motivos que hacen pensar en algún lugar de Oriente Medio-- esparcidos por el suelo o tendidos en una serie de hilos extendidos entre dos vallas metálicas, como si fuera un enorme tenderete. Cuando me acercaba a la instalación, los hilos empezaban a moverse, desplazando los objetos de un lado a otro: el baile lento de la nostalgia.
No hace falta ser un experto en arte para entender lo que Hatoum nos quiere transmitir con esta obra: la añoranza del hogar (los trapos de cocina), el dolor de la huida (la maleta en el suelo), la frialdad de las fronteras (las vallas) … emociones humanas que suelen ser consecuencia de decisiones fuera de nuestro alcance.
Hatoum ha vivido todas estas experiencias en su propia piel: nacida en Beirut (1952) en el seno de una familia palestina originaria Haifa (Israel), Hatoum creció en su país que ya de entrada no era el suyo, hasta que en 1975 se fue de vacaciones a Londres y la guerra civil libanesa le pilló por sorpresa, impidiéndole regresar a su país y obligándola a empezar una nueva vida en la capital británica. Lo que al principio le pareció una tragedia, acabó siendo un golpe de suerte. Hatoum, que entonces tenía poco más de 20 años, estudió Bellas Artes en la Slade School of Fine Art de Londres y acabó convertida en una artista de prestigio internacional gracias a sus performances, cargadas de contenido político, y más tarde por sus esculturas e instalaciones de gran formato, al estilo de Hogar Móvil.
Contemplando su obra, pude conectar con el sentimiento de pérdida y desorientación que ha debido sufrir después de tantos años de exilio, y por el hecho de sentirse apátrida.
Por suerte, yo no he tenido que vivir ninguna experiencia similar a la suya (mi hogar sigue estando junto a los bosques de pinos y las playas cochambrosas del Maresme que me vieron crecer), pero soy consciente de que el lugar donde nacemos y el lugar donde nos tocará vivir es, muchas veces, fruto del azar, o de decisiones absurdas e injustas con las que no tenemos nada que ver. “Tres veces me han arrebatado la casa y la existencia”, escribió Stefan Zweig en El Mundo de Ayer. “Pero no me quejo: es precisamente el apátrida el que se convierte en un hombre libre, libre en un sentido nuevo: solo aquel a que a nada está ligado, a nada debe reverencia”.