Es un hombre con un mal vicio pegado encima del sacro; un sujeto que se da patadas en su propio trasero; un indómito luterano que lucha contra la España apostólica y romana; denuncia los autos de fe de Torquemada, se sabe superior a la púrpura de la Santa Inquisición y resulta más exigente que Calvino, el autócrata ginebrino que quemó vivo a Miguel Servet, médico y teólogo español.
Ramon Tremosa, recién nombrado consejero de Empresa de la Generalitat, es un germanófilo capaz de firmar el juramento con el Diablo, al estilo del Adrian Leverkühn, aquel Doktor Faustus de Thomas Mann, inspirado en la personalidad del compositor Arnold Schönberg, dispuesto a mantener la llama de la juventud y de la patria; un hugonote del Rin convencido de que a su Cataluña le hace falta el Lebensraum teutón, el espacio vital, cuya conquista por medios militares devolvió la fe a las tribus magiares y devoró el alma del Tercer Reich; alimenta su pancatalanismo en el sueño colonial del Generalplan Ost, la conquista hitleriana en el Este. Su momento llega con el desalojo del PDECat y la sumisión a la teodicea de Waterloo.
Tremosa no quiere ser español, ni falta que le hace; por mí, no se prive. Tampoco soporta el clima mundano de la alta cultura francesa. Hasta tal punto llega su aversión a la Galia que, cuando acudía a las sesiones del Europarlamento en Estrasburgo, hacía unos pocos kilómetros de más para evitar dormir en la ciudad francesa; cogía habitación en un hotelito en el primer pueblo alemán que encontraba detrás de la frontera o se detenía en un Best Western de las afueras para atiborrarse de kartoffelsalat, mirando de frente a las ninfas de moflete y toque Wagneriano, con cintas en el pelo, faltriquera y blondas; solo ha lamentado no poder utilizar marcos en vez de los euros de Christine Lagarde.
Tiene un toque a lo Mister Scrooge to see you que tira patrás. Pagar no es lo suyo y, como buen profesor de Teoría Económica soberanista y antieuropeo --diga misa, Don Ramon--, es partidario de la serpiente monetaria, aquel círculo luciferino de las divisas bailando alrededor del Bundesbank, que un día hundió el florín, la lira, el franco y la peseta y que no hace tanto provocó la crisis del euro al grito de “los PIGS merecen morir porque son morosos, insaciables, viciosos y lerdos”. Se reconforta en casa del enemigo y solo regresa para mostrar los falsos moratones del combate cuerpo a cuerpo.
Defiende la virtud del ahorro: l’avara povertà di Catalogna, escribió Dante en el endecasílabo de Paradiso; es un piernas, vamos. Recuerda a sus mayores cuando dice que "sólo se tiene lo que se ahorra" y acomoda sin saberlo al peor Voltaire con donaire de neutralidad: “El papel-moneda siempre acaba volviendo a su valor intrínseco, es decir, a cero”. A pesar de sus estudios, es un perfecto valedor de la mentira con la que los nórdicos han tratado de evitar la financiación de la crisis de la pandemia. Piensa, como el refractario Mark Rutte, en “salud, dinero y moneda estable” y dice defender a Mario Draghi, el expresidente del BCE, sin que sepamos qué opina de él el hombre lacónico que salvó el euro a pesar de los tremosas. Desde luego, la Europa del salto político integrador no es cosa suya; del proyecto de Delors están excluidos los nacionalistas de la UK del Brexit, la Francia de Orleans y la Cataluña del procés.
Liberal e independentista hasta la médula; poco amigo de la equidad, eternamente refugiado en la meritocracia como credo; lector del Financial Times y husmeador de la prensa autóctona y monoglósica. Artur Mas le engañó para encabezar la candidatura al Parlamento Europeo en 2009, donde, en una década, ha chupado más comisión económica que éxito; lo dejó hace unos meses a cambio de volver a las aulas. Su trayectoria como intelectual y político quedó sesgada con la publicación de su libro más polémico, L’espoli fiscal: una asfixia premeditada, convertido en una de las bases teóricas del soberanismo.
Tremosa es amigo de los holandeses que nos miran con desdén; se pasea por los parques de Flandes jurando en arameo contra los tercios del Gran Capitán. Le vuelven loco la Ribagorça, su montaña mágica, y la piscina salada del Club Natación Barcelona, como socio del club emblema, nido urbano del clásico tacatá. Va una vez al año al monasterio de Montserrat en romería pedestre ante la Moreneta; allí duerme en las celdas del célibe y evita a los pequeños cantores de la Escolanía asediada un día por maestros de diapasón, mano larga y lobi rosa.