¿No os habéis sorprendido más de una vez, en estos últimos tiempos, tarareando aquella canción de Lucio Dalla, L’anno que verrà, El año que viene, sobre los años de plomo italianos? Caro amico ti scrivo, cosí mi distrago un pó… Describía el cambio de costumbres: se sale poco de noche, la gente ha puesto sacos terreros en las ventanas… Una canción agridulce que le va como anillo al dedo a esta situación tan extraña.
“Querido amigo, te escribo, así me distraigo un poco / y como estás tan lejos, te escribiré más fuerte”.
Si ahora Dalla escribiese una nueva versión de esa canción diría, para empezar, que las cosas… ¡qué “las cosas”! ¡El mundo entero!... han cambiado de tamaño y de importancia. Dalla diría que, como entonces, la emoción dominante es el miedo al porvenir. Si bien ya desde el año 2007, si no antes, ya era obvio que la situación general empeoraba, que cada generación estaba condenada a vivir en más estrecheces que la precedente, que se le iban retirando poco a poco derechos y privilegios adquiridos, todavía hasta el virus pudimos pensar que si no repetíamos los errores más groseros del pasado y racionalizábamos nuestra forma de consumo, podríamos enderezar la situación; todavía alentó, sobre todo entre la juventud “inquieta” o “concienciada”, una esperanza colectiva de que mediante la acción política era posible darle la vuelta a esa decadencia acelerada; de ahí, movimientos y manifiestos y gesticulaciones de indignados.
Para muchos, el ancho mundo se estaba encareciendo pero todavía parecía accesible --todo él: sus playas y sus mercados--, y a nuestra disposición con solo acercarse al aeropuerto y blandir la tarjeta de crédito ante la empleada de la línea aérea, que seguía agradablemente uniformada, maquillada, femenina. Ahora lleva mascarilla. Meterse en el avión da yuyu. Cualquier otro país puede ser una gran jaula. Viajar es para los desdichados que no pueden evitarlo. El mundo es hostil. El virus nos dice que la decadencia es imparable, es irreversible. La confianza en el futuro se ha perdido del todo. La idea de una acción colectiva se ha deshinchado, porque ya el agresor no es una o diez corporaciones en las que se encarna el capitalismo alegal de tecnología y paraíso fiscal, y al que se puede poner en cintura con una batería de leyes o en el peor de los casos con un cambio de régimen, sino la misma naturaleza, que nos envía un virus y luego nos enviará otro, y otro...
La amenaza está asociada al cambio climático, que anteayer todavía negaban algunos cegatos porque les parecía una idea que les podía estropear algún negocio. La sensación general es de vulnerabilidad extrema. ¿Quieres manifestarte? Yo no, yo no quiero contagiarme. Hemos despertado del sueño de Occidente, es el sálvese quien pueda. La primera decisión que toman los que pueden permitírsela es abandonar las grandes ciudades, cuyo crecimiento y encarecimiento eran el símbolo del éxito del sistema, y buscarse una casita confortable fuera, como los personajes de Boccaccio…
Como Dalla era un poco irónico, seguro que su nueva canción haría hincapié en el carácter sorpresivo de esta crisis. Como el ejército alemán superó en un santiamén la línea Maginot tirando sus paracaidistas por detrás de ella, el virus nos ha cogido aturdidos y ha tomado a la clase dirigente a contrapié; sus peroratas parecen más estériles e irritantes que nunca. Pensábamos, temíamos, que la gran revolución tecnológica conllevaba el peligro de que con la acumulación de nuestros datos todos estaríamos hiper controlados, pero resulta que todos esos datos no han servido para parar la pandemia en ninguna parte, nadie está controlado y nos contagiamos alegremente los unos a los otros; qué big data ni big data si ni siquiera sabemos, meses después, cuántos contagios y muertos hay cada semana en… Martorell, por ejemplo. Seguimos contando a ojo de buen cubero, en el fondo de nuestra tradición chapucera, en Celtiberia Show. Y te tengo dicho que no me eches el humo de tu jodido y apestoso cigarrillo.
L'anno che sta arrivando tra un anno passerà / Io mi sto preparando /È questa la novità. Dalla no era un pesimista, no era un desesperado, procuraría dar también alguna pincelada animosa. Mencionaría, quizá, la idea de que el daño compartido nos ha acercado más los unos a los otros. Es posible que veamos de una manera más empática al otro, que la pregunta tan repetida de “¿qué tal estáis, tú y los tuyos?” tenga ahora otras resonancias más auténticamente interesadas. Es más evidente que todos los vecinos de tu casa llevan la misma corona de espinas que tú. También es posible que hayamos constatado cuántas cosas nos sobran, lo mucho --actividades, personas, ¡países enteros, continentes!-- de lo que podemos prescindir sin duelo. Es posible que hayamos aprendido a concentrarnos. Diría Dalla que, al ser cada contacto social potencialmente peligroso, ahora calibramos con más rigor al otro, su valor, el beneficio o la pérdida de tiempo que significa en verdad tratar con él. Diríase que sobre el telón negro, la belleza de la figura humana, roída por la sombra como en los claroscuros del Caravaggio, gana densidad y destaca más.
Pero Dalla no dirá ni estas cosas ni otras pues como es notorio falleció en el año 2012.