Más que una huida, la salida de Juan Carlos I se ha ejecutado como una expulsión. Si se trataba de proteger la reputación de Felipe VI y de salvaguardar la monarquía, menos polémico hubiera sido dejar al emérito en suelo español, fuera de Zarzuela, a la espera de la imputación y, llegado el caso, de la celebración de juicio por el presunto fraude fiscal y blanqueo de capitales. Eso sí, hubiese sido necesario administrar el previsible linchamiento mediático compartido por una parte del Gobierno, un trabajo de opinión que con la marcha del rey la otra parte del Ejecutivo se ha ahorrado.
Pero, tanto si ha sido una huida o una expulsión, los cerebros que han preparado este vergonzoso episodio parecen estar ya contaminados por el espíritu republicanista de los podemitas y sus socios ultras: destruir antes que crear, como pretende Iglesias, o cuanto peor mejor, como sugirió el inefable Junqueras. Extraña que el PSOE, un partido que parecía tener algo de sentido de Estado, haya sido el conductor del vehículo de nuestra monarquía parlamentaria hasta dejarlo al borde del acantilado. ¿Quién dará el ultimo empujón?
El jaque al rey Felipe VI ha sido una jugada brillante, pero cabe dudar que haya sido maestra. Todavía queda por ver que los republicanos españoles quieran ser partícipes de la demolición de buena parte de lo que los republicanistas denominan régimen del 78. Cuesta imaginar a millones de republicanos compartiendo un proyecto de Estado --centralista o federal-- con los centenares de miles de republicanistas, cuyos fundamentos ideológicos son la hispanofobia y la desigualdad, principios rectores y únicos de su modelo político, social y económico, tan cercano a la trinidad totalitaria de una nación, una ley y una lengua.
Es cierto que unos de los factores que ha arrastrado a nuestra democracia al colapso ha sido la corrupción. Sería un error adscribir únicamente esas prácticas al rey y a la oligarquía de pasado franquista y no a los nuevos ricos del 92, a los conservadores madrileños o valencianos del PP y no a los socialistas del PSOE andaluz, a los nacionalistas catalanes y no a los vascos del PNV y a los herederos del impuesto revolucionario de ETA.
Si la corrupción fuera la causa principal que justifica el fin de la monarquía o la expulsión del emérito, es fácil imaginar cuál debería ser el inmediato futuro de buena parte de nuestra clase política, nutrida de cachorros amamantados en el seno de partidos con un largo historial de comisiones y concesiones fraudulentas. Juan Carlos I ha sido primus inter pares para aquellos que han abusado de la inmunidad parlamentaria, pero no ha sido ejemplar para la mayoría de los españoles, tributarios todos.
Y pese a todo lo sucedido y como si fuera un eximente, aún quedan algunos invocando el papel del emérito en la Transición, a quien desde hace bastantes años --con sus amantes, comisiones y demás cacerías--, no parece que le haya interesado mucho conservar la gloria por aquellos logros. Como tampoco le importó a su tatarabuela Isabel II que, ante la insistencia del marqués de Alcañices para que no se marchara y renunciase al laurel de la gloria, contestó: “La gloria para los niños que mueren y el laurel para la gallina en pepitoria”.