El acuerdo europeo para financiar, mediante una mutualización conjunta de deuda, la crisis integral provocada por el coronavirus es un pacto político de mínimos, aunque haya quien, optimista casi siempre por interés, prefiera interpretarlo –y pregonarlo– como una alianza de máximos con la habitual narrativa superlativa. Bajemos el balón al suelo. Sobre la claque que recibió en la Moncloa a Pedro I, el Insomne con aplausos (a ellos mismos) no incidiremos en este aguafuerte. Es mejor obviarla: cuando se confunde la política con una verbena se cae en el más absoluto de los ridículos.
El pacto entre los jefes de Estado, sin duda, es histórico: una familia que decide endeudarse junta, en el fondo, aspira a seguir conviviendo, aunque en su seno falte la concordia y abunde la desconfianza. Todo lo demás del acuerdo, en cambio, nos parece un triunfo discutible. Desde las cifras oficiales, a su impacto sobre España, que es el país europeo donde los rebrotes y los quebrantos económicos derivados de la pandemia van a causar estragos más perdurables. No sólo por la enfermedad, sino por la situación política y económica previa, llena de errores y mentiras.
Las cantidades que el Ejecutivo PSOE-UP vende son irreales: si descontamos de los 140.000 millones de euros que vendrían desde Bruselas en los próximos siete años las aportaciones comprometidas con el presupuesto europeo, el saldo real del fondo de emergencia se reduce a la mitad: 70.000 millones que, en un 50%, son créditos que tendremos que devolver antes o después. Éstos son los números reales. Y no mienten, aunque haya quien los manipule a su favor, igual que en el famoso juego de la mosqueta. Obviamente, es mejor que te ayuden cuando estás endeudado –y nosotros lo estamos por cosas absurdas– a no recibir asistencia alguna, pero no parece que las transferencias europeas permitan pensar que estamos salvados. Básicamente porque el problema de fondo, ahora evidenciado por la enfermedad, no es Europa. Somos nosotros: los españoles todos.
La UE debe mantener a toda costa el mercado único. Mucho más tras el Brexit. Pero ahora no nos otorgan ayudas a la cohesión –como sucedía en tiempos del felipismo– sino dinero finalista para acometer reformas y cambiar nuestras seculares costumbres políticas. Desde este punto de vista, el acuerdo da estabilidad política a un Gobierno cuya supervivencia estaba seriamente en duda, pero limitar la cuestión de fondo a esta interpretación doméstica denota que no se repara en la encrucijada a la que nos asomamos.
Porque, al mismo tiempo las ayudas de la UE son oxígeno para Moncloa, le obliga a tomar decisiones contrarias a sus deseos. Y esta vez no podrá fingir: basta con que uno solo de los países de la UE active el freno de emergencia para que las ayudas prometidas queden automáticamente congeladas. ¿Qué nos piden los europeos? Básicamente que pongamos de una vez orden –el concierto se antoja imposible– en nuestra economía, seriamente lastrada por vicios nacionales y una arquitectura territorial imposible. Aquí es donde comienzan los problemas.
Europa exigirá proyectos competitivos para liberar las ayudas, que no se mueva ni una coma de la reforma laboral –que hace diez años dejó a los desempleados arrojados al océano del desempleo con un flotador con bastante menos aire– y un ajuste de las pensiones. No son peticiones nuevas: están sobre la mesa desde 2014, pero hasta el momento ningún presidente ha querido acometerlas por pánico al coste electoral. Ya no hay más remedio.
La gran dificultad, sin embargo, no son estos sacrificios. Es el hecho de que una parte nada despreciable de esas cuestiones están gestionadas con criterios divergentes por las autonomías. Ocurre, por ejemplo, con el sistema sanitario, lleno de asimetrías regionales. España debe orientar su presupuesto para crear proyectos de inversión en clave digital y ecológica –la mayor parte del dinero público se destina ahora al gasto corriente de unas autonomías que han configurado estados paralelos–, redefinir sus servicios públicos de empleo, parte de cuyas funciones tienen los gobiernos regionales, y cuidar ciertas políticas sociales, como los sistemas de renta mínima, o la educación, cuya administración es de nuevo una competencia regional exclusiva.
Todas estas cuestiones provocarán tensiones y conflictos; las autonomías, antes de que el dinero de la UE sea realidad, ya han empezado a exigir influir en los criterios de reparto. Probablemente el más enconado será la cuestión de la unidad de mercado. Los analistas europeos estiman que una parte de la baja productividad de la economía española se debe a la fragmentación autonómica, que multiplica los costes –legislación específica, administraciones distintas–, e impide la movilidad de empresas y profesionales.
Europa trata de sacarnos de nuestro propio bucle. ¿Y qué le ofrecemos a cambio? Un país atomizado, enredado en debates artificiales sobre su identidad, con todas sus instituciones en crisis, la jefatura del Estado inmersa en la corrupción financiera y un sistema político que, en vez de fomentar la unión y facilitar la cooperación, alimenta a los soberanismos y aviva los enfrentamientos sociales. Un cuadro de El Bosco.
Nadie lo enuncia con claridad, pero la clave de bóveda de lo que nos pasa es que nuestro modelo institucional, desarrollado durante los últimos cuarenta años, es incompatible con el paradigma europeo. Sencillamente no somos Alemania. O ponemos límites al federalismo inverso que está convirtiendo a España en taifas que devoran los presupuestos públicos, o Europa no volverá a ayudarnos más. Y entraremos entonces en lo que Octavio Paz llamó –refiriéndose a México– el laberinto de la soledad: un violento destino de pesimismo e impotencia.