“El saber más práctico que existe es el disimulo”, escribió Baltasar Gracián. La vigencia de esta sabia sentencia se extiende desde el Aragón del Siglo de Oro al ámbito de la política contemporánea, esa suplantación artificial de la existencia donde la falsedad no es que sea ley, es que ejerce como categoría suprema. Se atribuye a Jonathan Swift, el escritor satírico irlandés del siglo XVIII, aunque otros especialistas adjudican su verdadera autoría al galeno John Arbuthnot, la composición de un agudísimo panfleto –El arte de la mentira política– dedicado a describir los ricos caminos de la impostura pública. Como en otras ocasiones, el panorama que dibuja consiste en elegir entre estafas más o menos menos desagradables. Para el panfletista, las opciones se limitaban a los whigs y a los tories, los dos partidos dominantes en su tiempo. Trasladando la analogía al nuestro debemos felicitarnos de que la variedad sea mayor, aunque el resultado nos parezca más o menos equivalente.
Se comprueba, por ejemplo, con la creencia de que la irrupción de nuevas marcas electorales en el tablero de la partitocracia española supondría una mejora democrática automática. El espejismo duró un suspiro. Los nuevos, que ya han dejado de serlo, mienten igual que los antiguos. A Cs, que logró ser la fuerza política más votada en Cataluña, un patrimonio efímero, le costó su depresión actual. A Podemos, en cambio, le ha permitido alcanzar el poder perdiendo votos. Dado que aspiraban a asaltar los cielos, su papel como bisagra del PSOE puede leerse como una frustración o un ejercicio de pragmatismo. Depende del prisma. Lo que sí es indudable es que el retroceso en el que están inmersos, que tiene mucho de degeneración, no se ha detenido a pesar de la conquista de las altas magistraturas estatales. Para muchos de sus fundadores sentarse en el consejo de ministros no es un mérito sino una confesión pecaminosa. La evidencia del aggiornamento.
La fuerza morada es un monumento a la contradicción. Se presenta como un puente entre los partidos de ámbito estatal y los nacionalismos insolidarios y su estructura política –cada vez más frágil y concentrada en Madrid– practica un centralismo miope. Reivindica una España plural –como si ésta no existiera ya– pero no admite la autonomía de sus federaciones. Comenzó como un movimiento de indignación ciudadano transversal y sin banderas y ha terminado siendo una organización endogámica, cuyos supuestos principios palidecen frente a la adoración al líder carismático, y donde una nomenklatura adolescente cree poder cambiar el mundo, sin darse cuenta de que la política ya los ha transformado a ellos para siempre.
Fabrica propaganda en vez de ideas. Son tan alérgicos a la gestión como devotos de la publicidad y las redes. Están tan pagados de sí mismos –rasgo inequívocamente mesiánico– que sus mensajes han dejado de sonar auténticos para mudar en fórmulas hechas. Nada nuevo bajo el sol, por supuesto. A otros les sucedió antes. Aunque nadie ha pasado en la política española con tanta rapidez a hacer lo opuesto a lo que se predicó. La aritmética es infalible: pasar de 71 escaños a 35 es un desastre sin paliativos. Todo lo demás es retórica. Probablemente gran falacia de Podemos era su aparente verdad, que nunca fue tal, sino una cuestión relativa. Un mero instrumento para alcanzar al poder formal, ignorando que el verdadero diktat reside en otras sedes y habita en otras constelaciones.
En este intenso viaje, de algo más de un lustro, han sacrificado el reformismo que los hizo crecer para sustituirlo por un credo sovietizante que exige a todo el mundo –especialmente a la prensa– comulgar con dogmas de fe y obviar hechos y argumentos. El hundimiento en Galicia y el País Vasco, sumado a la emancipación o desaparición de muchos sus aliados territoriales, el techo decreciente en Andalucía y las purgas internas afloran la gran mentira de su fluctuante evangelio. Entre el original y la copia, los nacionalismos prevalecen ante sus electorados. Las imitaciones juegan siempre en un mercado político diferente.
Podemos ha reducido su espacio político para ocupar un sitio similar al que, en su día, tuvo Izquierda Unida, a la que al menos no se le podía discutir la fidelidad a sus ideas. El cambio generacional no ha mejorado la partitocracia española. Más bien al contrario: la ha envenenado todavía más, al dar alas a independentismos cuya vocación de hegemonía incluye y practica el acoso a las minorías con las que deben convivir. La España de Podemos ya no es la de la gente, si es que alguna vez lo fue.
Es aquella que cree que un país es un puzzle: una mera suma de identidades dogmáticas y estandarizadas, en lugar de un territorio compartido, que es la única definición posible de una verdadera república. Podemos niega Europa y practica las tres clases de imposturas que describe el panfleto de Swift/Arbuthnot: la mentira calumniosa –que cuestiona la reputación de los demás–, la mentira amplificada –que atribuye a quien la administra una virtud que no practica– y la mentira por traslación, aquella que convierte la moral pública en el tribunal de la Santa Inquisición. Los jóvenes redentores han terminado creyéndose sus propias falsedades. Se han convertido en la cola de su propio cometa. Merecen un aplauso por tan pálido triunfo.