En materia de empleo, España posee dos características muy diferentes de las de la zona euro: una elevada y persistente tasa de paro y una gran variabilidad en los niveles de ocupación. En las expansiones económicas, nuestro ritmo de creación de puestos de trabajo supera claramente a la media del área; en las crisis también lo hace el de destrucción.

En 1993, el PIB bajó un 1% y el empleo se redujo un 6,2%. Entre 2009 y 2013, ambos lo hicieron en un 8,5% y 14,6%, respectivamente. En dichas etapas ya existían los ERTE, pues estaban contemplados en el Estatuto de los Trabajadores desde 1980. No obstante, tuvieron un escaso uso, exactamente lo contrario de lo que sucedió con los ERE.

Las empresas utilizaron prioritariamente los ERE por dos razones: los despidos salían baratos y permitían un elevado ahorro en cotizaciones sociales. A principios de los 90, no lo eran los de los trabajadores fijos, pero sí los de los temporales. En los dos primeros años de una crisis, y especialmente en los meses iniciales, éstos son los grandes afectados.

En la pasada década, existió un tercer motivo: un gran número de empresas eran inviables debido a la explosión de una burbuja inmobiliaria y financiera. Para sobrevivir, otras muchas debían reducir drásticamente su dimensión. En este contexto, una gran utilización de los ERTE hubiera prolongado la agonía, pero no hubiera salvado la mayoría de los empleos en peligro.

La actual crisis es diferente a la anterior. Si el turismo consigue una recuperación total, en el futuro no sobrará casi ningún puesto de trabajo del pasado. Por tanto, para favorecer un gran impulso del PIB, es muy positivo que el Gobierno intente minimizar el número de despidos, pues el gasto de las familias representa el 57,3% de aquél.

Para conseguirlo, el Ejecutivo ha utilizado los ERTE por fuerza mayor y, al dotarlos de prestaciones adicionales, los ha convertido en mucho más atractivos. Hasta el 30 de junio, a las compañías acogidas a la anterior figura jurídica les ha salido gratis el mantenimiento de la plantilla, si tienen menos de 50 trabajadores. Si superan dicha cifra, únicamente han tenido que pagar el 25% de las cuotas de la Seguridad Social a cargo de la empresa. En la versión tradicional del indicado ERTE, todas las compañías hubieran desembolsado el 100%.

Entre el 16 de marzo y el 30 de abril, el mercado de trabajo tuvo la peor evolución desde la llegada de la democracia. Las cifras fueron horribles. La afiliación a la Seguridad Social disminuyó en 987.896 trabajadores, el número de empleados en un ERTE se situó en 3.386.975 y los autónomos que pidieron una prestación por cese de actividad aumentaron en 1.153.361.

Por tanto, a finales de abril, la tasa de desempleo hubiera superado el 35% (el máximo histórico está en un 26,9%), si el Gobierno no hubiera aplicado medidas excepcionales y si contabilizamos como parados a todos los trabajadores inscritos en un ERTE.

En etapas de crisis, en muchos de los países más avanzados de Europa, la reducción de la jornada laboral era una práctica habitual. Al existir una menor demanda de bienes, la carga de trabajo de las empresas disminuía y ésta se repartía entre todos sus trabajadores. A diferencia de lo que sucedía en España, el despido de algunos era la última opción, pues el empresario podía reducir los costes laborales sin necesidad de prescindir de ningún empleado.

En casi todos ellos, si los trabajadores realizaban media jornada, la empresa les pagaba la mitad del salario, abonaba un porcentaje idéntico de cotizaciones sociales y la Administración complementaba lo pagado por la compañía. El empleado percibía una retribución superior a la que proporcionalmente le correspondía, pero bastante menos de lo que hubiera obtenido si hubiera trabajado a tiempo completo.

El ejemplo más famoso es el Kurzarbeit alemán. Durante el período máximo de un año, cualquier compañía puede acogerse a él, si reduce la jornada laboral entre un 10% y 100% a al menos el 30% de la plantilla. La empresa paga la parte proporcional de salario y de las cotizaciones a la Seguridad Social y ésta compensa al trabajador dándole hasta un 67% de lo que ha dejado de ingresar.

Sin embargo, entre el 16 de marzo y el 30 de abril, en dichos países las reducciones de jornada han constituido una opción minoritaria y las suspensiones de empleo la mayoritaria. Por regla general, la Administración ha sufragado las cotizaciones sociales y entre un 50% y 100% del salario de los trabajadores. No obstante, la franja más común ha sido la del 70%-80%. Entre otras naciones, en ella se han situado Reino Unido, Alemania, Italia, Bélgica y España.

En definitiva, la crisis del Covid-19 ha llevado a España a adoptar medidas laborales utilizadas históricamente en la mayor parte de los países más avanzados de Europa. Unas políticas que, por adverso que sea cualquier contexto económico, tienen como prioridad absoluta la preservación de la ocupación.

Debido a ello, los ERTE por fuerza mayor se han convertido en los salvavidas del empleo. Aunque su impacto presupuestario es elevado, pues casi llega a los 1.400 millones de euros mensuales por millón de trabajadores afectados, si se exonera por completo el pago de las cotizaciones sociales a las pequeñas empresas, constituyen un dinero muy bien gastado.

Si el Gobierno decidiera suprimirlos el 30 de septiembre, sin crear unos generosos sucesores, cometería una gran equivocación. El saldo de las cuentas públicas no mejoraría considerablemente, pero sí habría muchos más impedimentos a una rápida recuperación. Una parte importante del dispendio evitado iría a pagar prestaciones por desempleo y la recaudación de impuestos se resentiría, especialmente la del IRPF e IVA.

Por tanto, considero que una nueva modalidad de ERTE, que otorgue una gran flexibilidad para incorporar trabajadores y volverlos a la suspensión de empleo y reduzca en una significativa medida las cotizaciones pagadas por la empresa, debe continuar como mínimo hasta marzo de 2021. Es el mejor lubricante para lograr un gran impulso del PIB y amortiguar las repercusiones económicas y sociales de la actual crisis sobre una gran parte de la población.