Este tsunami de entusiasmo por el teletrabajo, soportado en las nuevas plataformas digitales, me retrotrae a finales del pasado siglo cuando, aún en circunstancias radicalmente distintas, la consolidación de internet y la telefonía móvil también auguraban un futuro en que el ser humano, con pijama y pantuflas, podría trabajar desde la comodidad de su casa.
Entonces, el discurso dominante hablaba de advenimiento de un mundo nuevo, en que globalización y revolución tecnológica nos conducirían a escenarios de felicidad y progreso jamás conocidos; de una economía que no sabría de crisis; de un euro que, por sí mismo, sería garantía de estabilidad y crecimiento; de un internet que, salvando las diferencias culturales y religiosas, acabaría por conformar una comunidad tan universal como homogénea; o de un libre acceso a información en la red que democratizaría el mundo.
En ese marco, también se hablaba del auge del teletrabajo. Pero, desde entonces no ha sido así, pues la mayoría de quienes trabajan desde su casa es porque no tienen donde ir. Porque la condición de humano se adquiere y ejerce desde el roce con el otro, en sus relaciones afectivas y profesionales.
Estos días de confinamiento hemos comprobado cómo las plataformas digitales han funcionado muy bien, acompañando a la voz con la imagen. Una realidad que refuerza la idea de que globalización y revolución tecnológica, por sí solas, nos conducen a un mundo mejor, obviando sus enormes fragilidades y disfunciones.
El teletrabajo es una alternativa que, complementando la actividad presencial, puede facilitar la vida a personas que desarrollen determinadas profesiones, pero que también conlleva grandes riesgos. El primero, el alimentar el individualismo y creciente desarraigo del ser humano, que es base de nuestros males desde hace décadas. Una idea que adquiere cuerpo político e intelectual en los tiempos de Margaret Thatcher, quien lo expresa de manera paradigmática con aquel “no existe tal cosa como la sociedad, tan sólo individuos, hombres y mujeres”.
Por ello, el mundo post Covid-19 debería responder a aquello más propio del ser humano, el encontrarse con el otro y reconocerse mutuamente, para coincidir o para disentir. En una sociedad cada vez más individualizada, donde uno se encuentra solo ante el destino, trabajar obligatoriamente desde el propio domicilio no hace más que reforzar esa tendencia.
Escuchaba estos días a unos gurús digitales afirmar que el teletrabajo, y las relaciones personales soportadas en las nuevas plataformas, constituyen un gran avance para la humanidad. Y que, por si había dudas, sus virtudes se han demostrado durante la pandemia. Cierto, precisamente cuando hemos perdido la libertad, cuando nos han arrancado la condición de humanos.