La instrucción que ha estado llevando a cabo el Juzgado de instrucción nº 51 de Madrid por un presunto delito de prevaricación administrativa contra el delegado del Gobierno en Madrid por la autorización de la manifestación del 8M ha finalizado, como era lógico, con el sobreseimiento provisional de la causa, pero no sin antes dejar por el camino un reguero de destrozos institucionales importantes, como viene siendo la norma en esta pandemia.
No parece necesario argumentar que autorizar la manifestación del 8M fue una decisión errónea dada la situación sanitaria. Como tantas otras que se tomaron esos mismos días, incluso por otros partidos que claman contra el Gobierno. También es cierto que siempre tiene mayor responsabilidad quien tiene más poder. Mis hijas fueron a la manifestación; yo no las acompañé porque me parecía que era demasiado arriesgado. Su argumento era inapelable: si el gobierno la ha autorizado no puede haber tanto riesgo. El propio doctor Simón, a las preguntas de si aconsejaría a su hijos acudir contestó diciendo que les diría que hicieran lo que quisieran. Todos sabemos lo que ocurrió después. Lo más interesante es que nadie, a estas alturas, se haya disculpado. Todo lo contrario: hemos convertido el 8M en un episodio más de una guerra de trincheras mediáticas incesante, con un ejército de hooligans de uno y otro lado utilizando argumentos que insultan a la inteligencia.
Así, resulta que la crítica al gobierno por una decisión a todas luces imprudente sólo se puede hacer desde una perspectiva antifeminista y su defensa en lo relativo a la cuestión penal (equivocarse aunque sea gravemente no es sinónimo de delinquir) solo se puede realizar desde una perspectiva socialcomunista. Como en tantas guerritas culturales, desaparecen los matices, el sentido común y, en definitiva, la posibilidad de un debate civilizado.
Pues bien, aún a riesgo de merecer el temido calificativo de equidistante me atrevo a sostener a la vez dos cosas que no son contradictorias. La primera, que más que probablemente había datos sanitarios más que suficientes para prohibir la manifestación pero que los responsables técnicos de la sanidad pública (el famoso doctor Simón y compañía) no mostraron la suficiente firmeza ante las presiones políticas que querían mantener la convocatoria del 8M. Y la segunda, que tomar esta decisión no implica que pueda hablarse de un delito de prevaricación, que exige, entre otras cosas, adoptar una resolución injusta a sabiendas. Y menos por el delegado del Gobierno que, al final, es al que le toca pagar el pato por haber estampado la firma cuando probablemente no tuvo mucho que decir en este asunto.
Para entender lo que ha pasado hay que tener en cuenta que la ciudadanía tiende a indignarse cuando no se reconoce ningún error en la gestión sanitaria de una catástrofe de esta magnitud, ni por activa, ni por pasiva. La famosa responsabilidad, vamos. No solo la responsabilidad política, sino también la responsabilidad técnica. Tampoco se trata de exigir la dimisión del gobierno al completo; solo algo más modesto: que algún responsable salga a decir que lo siente, que se han hecho las cosas mal, que no se debería haber celebrado esta manifestación ni ya puestos ningún otro acto multitudinario. Que pecaron de falta de prudencia. Ya sabemos que esto no ocurrió solo en España, pero que haya otros malos gestores no parece un consuelo.
Nada de eso ha ocurrido. Incluso se nos han propuesto a los máximos responsables políticos y técnicos de esta crisis sanitaria como modelos de buen hacer y de eficiencia y eficacia, lo que ya linda con la tomadura de pelo. Tenemos que entender que esto enfada mucho a un sector muy importante de la ciudadanía, y con razón. Y no se trata solo de los votantes de derechas, como nos quieren hacer creer. Es el mismo enfado pueden sentir los ciudadanos frente a la gestión de la crisis sanitaria en las residencias de ancianos que ha sido un desastre total en varias Comunidades Autómomas, unas del PP, otras del PSOE y otras con un gobierno independentista. Están enfadados porque sencillamente da la sensación de que nadie va a rendir cuentas, ni a responder de nada, aunque se hayan hecho las cosas muy mal.
En ese contexto, es más fácil entender que proliferen las querellas y las denuncias penales contra los responsables de este desastre. Pero la vía penal sencillamente no es el camino: las decisiones erróneas técnica y políticamente no son delitos. La jueza de instrucción ha llegado correctamente a esa misma conclusión, aunque por el camino haya provocado involuntariamente algunos destrozos graves en nuestras instituciones habida cuenta de la politización casi inevitable de este tipo de procedimientos. El Ministro del Interior ha quedado abrasado, la guardia civil muy tocada y este tipo de instrucciones en entredicho. Y es que la creciente judicialización (básicamente penal) es el reverso de un deterioro institucional imparable que se traduce en la imposibilidad práctica de exigir una rendición de cuentas que no sea la penal. Ya que no dimiten, que les metan en la cárcel. El mundo al revés.