En tiempos de la transición, cuando aún los partidos políticos estaban fuera de la ley pero ya había cierta tolerancia del régimen hacia ellos, unos amigos izquierdistas de mayor edad que yo me invitaron a escuchar a un tipo de derechas, pero de derecha civilizada, antifranquista, en una reunión clandestina, prohibida pero tolerada, que se celebraría en un piso de la Diagonal, cerca de la calle Tuset. Era un salón enorme, abarrotado, y allí un hombre de aspecto convencional y para mí deprimente soltó un discurso que me puso los pelos de punta: me parecía el colmo del chovinismo y de la cursilería. (Luego con los años tuve que tomar algunas, bastantes tazas de esa sopa indeseada). Para mi estupor a mis amigos progres les encantó el discurso apasionado de Jordi Pujol, en el que pronunció lo menos ochenta veces la palabra Cataluña, lo que me hizo comprender de inmediato que se trataba de la sustitución histórica de un nacionalismo decadente, escéptico consigo mismo, agónico y exhausto, que era el nacionalismo español, por otro que había estado descansando durante cuarenta años y ahora volvía juvenil, enérgico y, por lo que vi en los rostros extasiados de mis amigos, convincente. Ay.
El nacionalismo es siempre el vestido colorista de las viejas pasiones de poder y prosperidad que no se atreven a mostrarse al desnudo, por un motivo u otro, quizá porque no son seductoras. En el caso de CiU, la invención de Pujol-Ferrusola (estamos en tiempos de feminismo y hay que reconocer que detrás de todo gran hombre hay siempre una gran mujer injustamente opacada), mediante la tradicional relación dialéctica entre patria, religión y dinero, se trataba de monetarizar los ensueños de prosperidad, reconocimiento y honor difusos en la sociedad. A lo mejor el fin, que es el saqueo parasitario de Cataluña, no justifica los medios caciquiles empleados, pero al menos los santifica. De ahí que cuando se trate de llevar dinero a Andorra se hable de “misales” enviados por “la madre superiora”, con la aquiescencia del “padre prior”, para alegría de los “monaguillos”. Es una terminología reveladora, de una transparencia luminosa, deliciosa.
No se dejó misa por celebrar ni plato por rebañar. Siempre ha sido así, en todas partes, pero aún resulta sorprendente que en la gestión de este negocio que es Cataluña ni uno solo de los vástagos del cacique se haya dedicado a levantar una empresa creadora de riqueza y productora de puestos de trabajo, o de bienes de consumo punteros. No salió un solo hijo visionario. Ni un médico sapientísimo, empeñado en salvar vidas. Ningún poeta iluminado. Ningún abnegado misionero. Nadie, ni uno solo con pujos de artista, siquiera de llegar a ser un celebrado chef, o un payaso sin fronteras que se suba a una silla y aúlle a la luz de un foco que se supone que es un claro de luna. No. Nadie que sirva para nada. A todos parece haberles interesado sobre todo la intermediación financiera, el aprovechamiento de las oportunidades para “monetarizar”, como se dice ahora, la influencia que emanaba del palacio de la Generalitat.
Tal es una de las herencias que deja el sembrador de cizaña cuyo curriculum ahora sus “soldados” tratan de limpiar aprovechando su nonagésimo aniversario. La otra es lo que estamos viviendo hoy, la prolongación hasta su natural conclusión de la trayectoria que él y su gente planearon décadas atrás: esta ruina moral y económica, ese provincianismo intelectual, esa comunidad gestionada por unos impostores de necedad asombrosa, indescriptible, envuelta en banderas, que repiten incansablemente: “Cataluña, Cataluña, Cataluña”, convencidos de que están haciendo historia. Eso sí que es una “deixa” y no la de Merimée.