Hace no mucho tiempo, cuando todo era normal y quedábamos cada dos por tres con los amigos para ir a cenar, era habitual encontrarme con que alguien soltaba: “Oye, ¿pedimos varios platos para compartir o cada uno se pide lo suyo?”, y yo era la única que apoyaba la segunda opción.
Echo de menos aquel tiempo en que las tapas y el controlar lo que cenas para cuidar la dieta todavía no estaban de moda en Barcelona. No sé cómo ocurrió, pero de un día para otro ya nadie se pedía un filete con patatas o un rape al horno para él solo. Había que compartir, aunque las combinaciones no pegaran ni con cola: “Yo me pido los raviolis de calabaza y tú el pescado, así lo probamos todo y no nos llenamos” o “¿qué os parece si compartimos entre las cuatro el risotto de ceps, el cebiche y el canalón de verduras?”.
Nunca me ha gustado mezclar platos, o tener que pasarme toda una cena pendiente de que nadie me pispe el último trozo de burrata o arrase con todos los langostinos. Además, como buena maniática e hipocondriaca que soy, siempre procuro tener presente dónde pincha su tenedor el típico amigo que ha venido a cenar acatarrado o quejándose de que tiene a los niños enfermos en casa. No vaya a ser que me contagie algo.
Ahora, con el coronavirus, por fin tendré ocasión de relajarme. Confío en que habrá más gente paranoica como yo, que se decantará por el “cada uno su plato” para evitar el contagio y por fin podré comerme mi plato de espaguetis tranquila.
También he leído en la prensa que el coronavirus acabará con otra de mis debilidades personales: los bufets libres, un tipo de comida con el que tengo una relación de amor-odio.
Amor, porque al permitirme comer todo lo que quiera, se produce una especie de conexión emocional con el alma de gordo que fui de niña, y me siento más joven.
Odio, porque pierdo el control sobre mí misma. En un bufet libre hay que probarlo todo, especialmente si se trata de un bufet de desayuno, con todas esas bandejas de fruta cortada y lonchas de embutido ordenadas en fila junto a humeantes fuentes de huevo revuelto. Los únicos bufets de desayuno en los que no he perdido nunca el control han sido los de los hoteles chinos: el penetrante olor del tofu fermentado o una sopa de fideos con ternera a primera hora de la mañana son demasiado para mí. Así que cuando me tocaba viajar por trabajo por China (tuve la suerte de vivir cuatro años en Pekín) me limitaba a desayunar panecillos blancos al vapor (mantou), acompañados de huevo duro y una taza de té.
Almorzar o cenar era otra historia. Me encanta la comida china, y durante esos cuatro años disfruté como una niña cada vez que entraba en un restaurante y veía cómo mi mesa se llenaba de platos diferentes. En China no me importaba compartir. Uno de los secretos de la cocina china es, precisamente, la intimidad y alegría que une a los comensales sentados alrededor de una mesa, mientras sus palillos bailan sobre los platos colocados en el centro. Se sirven unos a otros --los padres a sus hijos, los nietos a sus abuelos-- indiferentes a las bacterias enganchadas a sus palillos. Lo único que no se comparte es el bol de arroz blanco (mi fan), donde suelen depositar los pequeños trocitos de comida que van agarrando de los platos comunes, de manera que el arroz va impregnándose de sabores varios: un poco de berenjena con carne picada, guisantes dulces salteados, pollo picante con cacahuetes…
El coronavirus, sin embargo, va a suponer algunos cambios forzados. The NY Times informaba esta semana que, para frenar el contagio del virus, el gobierno chino está promoviendo el uso de palillos específicos para servir la comida, y así evitar que cada uno utilice los suyos. La campaña, que los medios chinos han llamado La Revolución en la Mesa, cuenta con el apoyo de médicos famosos, y se basa en anuncios y eslóganes como La distancia entre usted y una comida civilizada se reduce a un par de palillos para servir para convencer a la población, especialmente en las zonas rurales, de la necesidad de cambiar una tradición centenaria.
De hecho, el uso de palillos para servir ya está bastante extendido en los restaurantes de las grandes ciudades como Pekín, Shanghái, o Hong Kong, donde existe una mayor consciencia higiénica, pero en las zonas rurales, o en la intimidad de los hogares, el cambio será más difícil.
Me pregunto si en Wuhan, epicentro del coronavirus, serán más sensibles con este tema. Recuerdo que estuve en Wuhan en el año 2008, en ruta hacia la presa de las Tres Gargantas. Wuhan era entonces una ciudad industrial en pleno desarrollo a orillas del Yangtzé, el río más grande de China, que a su paso por la capital de Hubei tenía entonces un aspecto moribundo.
Según la prensa oficial, su cauce había alcanzado su nivel más bajo en 140 años, y “sus aguas tenían un color turbio y grisáceo, fruto de los restos de pesticidas, gasolina, plástico, productos tóxicos de las fábricas de acero cercanas”, escribí en el libro de viajes sobre China que publiqué ese mismo año (Por China con Palillos, Ed. Destino). La construcción de la presa, que empezó a idearse a principios del siglo XIX, es visto como un orgullo nacional: puso fin a la amenaza histórica de las inundaciones, a costa de convertir el Yangtzé en un río que hoy fluye sin apenas agua en dirección al Este, hasta llegar a Shanghái (y de provocar el éxodo de millones de personas y otros desastres medioambientales).
En 1956, después de darse un baño en el Yangtzé, el presidente Mao escribió un poema en el que describía este nuevo proyecto como un “grandioso muro de piedra” que haría nacer “un lago tranquilo y afable en las estrechas Gargantas”. Recuerdo que sus versos estaban grabados en un monumento de piedra en la fea “playa” de Wuhan, la ciudad del coronavirus, que yo, por suerte, recordaré además por lo bien que comí: pescado del Yangtzé sofrito en una salsa de guindillas picantes, huang gua pi rou ding (piel de pepino seca con tiras de cerdo), unas costillas de cerdo cocinadas al vapor y rebozadas con harina de arroz (fen zhen pai gu) que se te deshacían en la boca, y berenjenas fritas con pimiento rojo, ajo y cebolletas, (you li quiezi), que iban embadurnando de aceite mi bol de arroz blanco. Por supuesto, lo compartimos todo, sin usar palillos de servir.