Estos días hay gente poniendo denuncias por motivos muy diversos. Un abogado de Valencia ha decidido demandar al Gobierno central porque no situó a toda la comunidad en la fase uno desde el primer momento. La presidenta de la Comunidad de Madrid aseguró que emprendería acciones legales porque a Madrid no se la situaba en la fase que a ella le parecía. Sus amigos de Vox dicen que van a demandar a media humanidad y a alguien más si se pone a tiro. Hce unos días, la agencia Europa Press señalaba que se habían presentado no menos de 30 demandas contra el ejecutivo o alguno de sus miembros, varias de ellas colectivas.
Es posible que algunos de estos pleitos tengan fundamento, pero también cabe que la derecha y la ultraderecha, que tanto se quieren y tan juntas van, estén aprovechando la existencia de jueces predispuestos a bailarles el agua para dar la impresión de que este gobierno realiza por norma actos ilegales, lo que sería un argumento para liquidarlo y poner otro, preferentemente de ellos mismos directamente o por vía interpuesta.
Esta estrategia, pasada por el cedazo judicial, es la misma del independentismo catalán, que basa su inexistente derecho de resistencia en un presunto gobierno dictatorial que no respetaría los derechos más elementales. Lo que no quita para que, luego, se utilice ese mismo aparato judicial para poner una y mil demandas esperando que en algún caso salte la liebre y un juez les dé la razón. A los amarillos o a los de las cacerolas.
Por cierto, ya tardaba la derecha en salir a la calle. Cuando está en el poder aprueba leyes mordaza que restrinjan todo lo que se pueda el derecho de manifestación y expresión pero, cuando pasa a la oposición, se lanza a la calle con ardor guerrero. A veces se esconde detrás de las sotanas, como cuando se manifestaba contra la ley del aborto de Zapatero junto a los mismos obispos que callaban ante la pederastia eclesial. Ahora se esconden detrás de las cacerolas y de las togas judiciales, anunciando cientos de querellas.
Todo esto puede hacerse porque hay jueces para todos los gustos, pero especialmente, para gustos de gente de derechas y de muy de derechas. Basta con esperar que haya un juez de guardia de la propia cuerda para presentar una querella y que se admita; el recorrido que pueda tener luego es lo de menos. De momento se ha conseguido que la prensa propia anuncie a bombo y platillo que el gobierno se pasa la ley por donde le parece, de modo que se puede recurrir a la desobediencia civil.
Algún día habrá que acometer una reforma del poder judicial en serio. Y esa reforma tendría que pasar por garantizar la independencia del juez a la hora de dictar sentencia, por supuesto, pero también por hacerle responsable de esa misma sentencia. De forma que si en un recurso de apelación, los tribunales superiores le dicen que se equivocó una vez y otra y otra, se revise la capacidad de ese juez para juzgar. Si un juez falla (en el sentido de errar) repetidamente, igual debe volver a la escuela judicial o (a juzgar por la prosa de algunas sentencias) a la escuela primaria.
La derecha lo tiene claro. Sus propuestas sobre la reforma de la justicia pasan por entregar todo el poder a los jueces aprovechando que la mayoría de la judicatura es de derechas. Pero, al margen de eso a lo que tienen derecho, es evidente que no se puede organizar un poder del Estado, el judicial, que no tenga que dar cuentas ante la ciudadanía por una u otra vía. Y eso es lo que ocurriría si fueran los propios jueces los únicos con capacidad de decisión sobre su propio ámbito: ellos se eligen y ellos se juzgan. A los demás nos dejan el honroso papel de pagar sus sueldos que no son bajos.
De momento bastaría con una reforma pequeñita: que los cargos judiciales cesaran cuando se cumpliera su mandato y, si no hay acuerdo entre los partidos para elegir a un sustituto, que salga por sorteo entre todos los jueces y fiscales. Será muy difícil encontrar alguien que lo haga peor que el actual y caducado presidente del Supremo y Consejo Superior del Poder Judicial, Carlos Lesmes, que pasará a la historia por haber evitado una sentencia que iba a condenar a la banca a ganar menos con las hipotecas.