En el océano de espejismos políticos alimentados por la crisis del coronavirus, que forman una legión de sombras contradictorias, hemos visto a las autonomías, un día sí y otro también, librar una carrera absurda por abandonar antes que nadie el desconfinamiento por fases. Decimos absurda porque, si examinamos los datos sanitarios, que son los trascendentes --de ellos depende la desescalada y el impacto económico de la pandemia–, lo cierto es que ahora, paradójicamente, existen exactamente las mismas razones para encerrarnos que hace dos meses, cuando se inició esta inmensa pesadilla. O todas o ninguna.
El confinamiento no ha solucionado ni uno de los problemas de salud asociados al virus, que no tiene cura --sólo permite cuidados paliativos-- y continúa con la misma potencia de contagio que a principios de año. Dos meses después de que el cielo cayera sobre nuestras cabezas --como temían Astérix y Obélix, los personajes de Urdezo-- han muerto 27.563 personas y la estafa de los geriátricos, desvelada en Crónica Global por el compañero Ignasi Jorro, ha emergido con todo su espanto. Los estudios de seroprevalencia, proyecciones de los efectos del coronavirus en la población, han confirmado ya que no habrá inmunidad de rebaño y que la hipótesis de un rebrote no sólo es posible, sino probable.
Ante esta coyuntura, sólo cabe la prudencia y extender la realización de pruebas diagnósticas al mayor número de personas posible. Pero, en lugar de seguir este protocolo, que es el que dicta el sentido común, la agenda política ha vuelto a enredarse en los pertinaces agravios y tensiones entre la Moncloa y las autonomías por los criterios de una desescalada que el Gobierno no sabe explicar con rigor y los gobiernos regionales interpretan mecánicamente bajo el recurrente prisma aldeano --empezando por el ejecutivo regional Madrid, que se ha echado al monte-- en lugar de en función del interés general.
Cada autonomía trabaja con su propia agenda, agita agravios --ciertos o ficticios--, plantea sus reivindicaciones a corto plazo, mira en términos de interés económico o electoral inmediato y, en mayor o menor medida, como ha ocurrido en Valencia o en Euskadi, reclama que las decisiones políticas se adopten de forma asimétrica, como si el virus estuviera condicionado por el Título VIII de la Constitución. Reclaman el “cogobierno”. “La lealtad” --ha llegado a proclamar esta última semana Ximo Puig, el presidente de Valencia-- “no es sumisión”.
Es cierto. Pero también lo es lo que nadie quiere recordar: el autogobierno de nuestros 17 predios regionales, sancionado por sus correspondientes Estatutos de Autonomía, no significa --en ningún caso-- lo que determinados partidos políticos pretenden lograr aprovechando la crisis política: un régimen de cogestión del país. Esta aspiración carece sustento jurídico en la Carta Magna, que permite pero nunca diseñó el actual sistema autonómico, construido a posteriori --sobre la base de las distintas vías de descentralización que tolera la Constitución-- mediante acuerdos entre partidos políticos.
Los españoles votaron la Constitución, pero no todos refrendaron en idéntica proporción el engendro autonómico diseñado por la Santa Partitocracia. Basta repasar el porcentaje de votos de las consultas de los estatutos autonómicos para reparar en cuál fue el apoyo de los electores a un modelo de Estado que no contenta a nadie y condiciona cosas tan trascendentes como la unidad de mercado, la cohesión social o la asistencia sanitaria. El cogobierno que reclaman los virreyes no está previsto en nuestro ordenamiento jurídico, que únicamente permite el autogobierno bajo unas condiciones determinadas, con una serie de competencias tasadas, mediante fórmulas de cooperación --que son las que en 40 años de democracia no se han engrasado-- y siempre bajo la tutela del Ejecutivo central.
Conviene recordarlo, a pesar de la nefasta gestión de la Moncloa: España no tiene más que un Gobierno, nos guste más o menos, aunque las autonomías, formalmente partes subsidiarias del Estado, alimenten la ficción de que gozan de una representatividad equivalente a la de la Administración central. El cuento de que todas las competencias y decisiones que afectan a sus respectivos territorios --además de las que por ley les corresponden-- deberían pasar por su aprobación o ser sometidas a su veto político, como si viviéramos en una constelación de soberanías compartidas, puede situarnos en un escenario todavía peor ante una enfermedad que es ecuménicamente mortal. El mando único no es una innovación de la crisis del coronavirus. Ha existido siempre. Los Reyes Magos son los padres y las autonomías no son cogobiernos. Lo diga Agamenón, el rey de Micenas, o su porquero.