Casi todos ustedes habrán leído estos días que el Tribunal Constitucional alemán (TCA), sito en Karlsruhe, acaba de enmendar la plana gravemente al Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE). La mayor parte de los artículos y editoriales señalan que el TCA deja sin efecto una decisión previa del TJUE sobre la legalidad de la compra masiva del Banco Central Europeo (BCE) de bonos de deuda emitidos por los gobiernos nacionales. El programa, lanzado por Draghi, tenía como objetivo librar a los estados miembros más afectados por la crisis iniciada en 2008, del alto precio que estaban pagando para conseguir financiarse en el mercado internacional. La fórmula utilizada fue para algunos fraudulenta: para evitar chocar con los tratados, que hablan de prohibición de “adquisición directa de deuda”, el BCE hizo compras indirectas en el mercado secundario.
Más allá del asunto concreto, el lector debe saber que la relación entre el TJUE y los altos tribunales nacionales, en particular el TCA, no siempre ha sido pacífica. Desde la década de 1970 ha habido importantes momentos de tensión. Ello se debe a dos motivos. El primero, al modus operandi del propio TJUE, que ha venido comportándose como un tribunal constitucional al reforzar y extender los poderes de la Unión en tres ámbitos fundamentales: la creación de un ordenamiento jurídico diferencial, la extensión de competencias y la protección de los derechos fundamentales de los ciudadanos. El segundo motivo es más genérico: algunos tribunales constitucionales nacionales han venido advirtiendo que el proceso de integración tiene límites y que los estados no pueden apoderarlo de unos rasgos y funciones que solo puede ofrecer un ejercicio de soberanía democrática.
A este proceder se le ha llamado “teoría de los contralímites” y supone el reconocimiento de una cláusula de intangibilidad que impediría que la Unión se transformara en un Estado federal sin un poder constituyente europeo acompañado de un simultáneo poder destituyente nacional. Mientras ello no ocurra, algunos tribunales constitucionales, como el español en el declaración 1/2004, se guardan la posibilidad hipotética de controlar los actos comunitarios que afecten de manera intensa el núcleo de la identidad nacional. El TCA lo acaba de hacer. Otros países han procedido de forma más extrema: el Reino Unido se ha ido de la Unión, y Polonia y Hungría han emprendido programas iliberales para protegerse de lo que llaman “invasiones” comunitarias.
El tribunal de Karlsruhe, en la sentencia sobre la compatibilidad del Tratado de Lisboa con la Ley Fundamental de Bonn (2009), integró estratégicamente en la identidad constitucional alemana algunos aspectos del “gobierno de la economía”. Hace ya algunos años publiqué un librito donde advertía sobre los problemas jurídicos y políticos a los que se enfrentaba el “eurosistema” económico. El más importante era el referido a una mutación de poder en beneficio de la Unión que no solo podía resultar insuficiente en términos funcionales, sino que se realizaba sin atender a las exigencias del principio democrático: a mi entender, cualquier conato de redistribución desafía siempre los límites del sujeto político, como vemos casi cada día en el panorama político español.
En tal sentido, no me parece banal señalar que la ausencia de una cierta homogeneidad cultural juega en contra de la Unión cuando trata de resolver crisis graves que requieren la mutualización de deuda o la creación de fondos de rescate. Tales crisis, como demuestra la praxis americana, requieren un federalismo muy potente cuyo éxito depende de una sociedad y una esfera pública bien trabadas que parecen ausentes en el proyecto europeo: la desconfianza entre los países del norte y del sur no hace más que atestiguarlo. Porque lo razonable no es que Lagarde y el BCE sigan lanzando programas millonarios bordeando la legalidad de los tratados, sino que la Unión cuente con potentes recursos propios y el Parlamento Europeo vote de forma transparente su destino teniendo en cuenta los principios constitucionales proclamados y las mayorías y minorías presentes.
Con lo dicho no pretendo justificar la discutible sentencia del TCA, más bien contextualizarla. Los magistrados de Karlsruhe han intentado revestir de carácter técnico una decisión que tiene tras de sí un largo debate que divide a los ciudadanos y a la clase intelectual alemana (véase la vieja controversia entre Habermas y Grimm). En el fondo de la misma late la “nostalgia del soberano” que Arias Maldonado ha descifrado de forma magistral en su último libro. La añoranza por un orden institucional estable y autónomo expresa, sin duda, querencias sentimentales. Descartado un Leviatán como el que encarnaron Lincoln y la guerra civil americana, a los europeos nos queda una declaración de dependencia política (Sloterdijk) que reconozca nuestra propia fragilidad y estimule la integración a partir de la cadena de decepciones que desde hace décadas encadena la Unión.