A Nicholas Murray Butler, premio Nobel de la Paz de 1931, le preguntaron cuál era el invento más importante de la era industrial, esperando que probablemente contestaría el vapor o la electricidad, pero éste, sin dudarlo ni un instante, respondió que el mayor descubrimiento de los tiempos modernos fueron las sociedades de responsabilidad limitada.
Sin duda, estas sociedades permitieron emprender muchos proyectos arriesgados sin comprometer el patrimonio personal de sus partícipes, por lo que entre los siglos XVI y XVII se crearon las primeras sociedades de responsabilidad limitada como la Compañía Holandesa de las Indias Orientales o la inglesa East India Company, cuyas aventuras de colonización no se hubieran emprendido de forma organizada sin este tipo de sociedades, que fueron dotadas de capital y personalidad propia e independiente por los grandes comerciantes y banqueros de la época que de ninguna manera hubieran arriesgado sus posiciones y riquezas sin este privilegio de la responsabilidad limitada que sólo era concedido por Decreto Real.
Hoy en día, estas sociedades se pueden crear en 24 horas por unos 150 euros de coste y dotándolas tan sólo con 3.000 euros de capital, que no necesita ni ser aportado por sus fundadores al inicio en la constitución, por lo que su uso se ha generalizado masivamente para cualquier actividad económica, y sin embargo, todas estas facilidades iniciales han acabado finalmente desvirtuando el invento, pues la mayoría de dichas sociedades se constituyen totalmente infracapitalizadas, por lo que ya los primeros actos deben ser afianzados por sus socios/administradores, y a medida que la actividad va creciendo y adquiriendo envergadura, éstos siguen avalando cada vez cantidades mayores para no generar la desconfianza entre sus acreedores, mezclando de forma irremediable y ya casi inconsciente la solvencia de la sociedad y la propia personal y/o familiar.
En las pequeñas y medianas empresas familiares, dicha espiral es muy habitual y difícil de romper por su importante repercusión en el crecimiento de la actividad y en el nivel de vida del empresario y su familia, y lo que inicialmente era gobernable y asumible por el propio empresario se acaba convirtiendo en una trampa y su ruina, pues el riesgo inherente de cualquier actividad económica siempre acaba aflorando en algún momento o aparecen contingencias imprevisibles, que suponen importantes pérdidas para la empresa que ya no pueden ser manejadas de forma racional y acaban desencadenando un comportamiento humano próximo a la ludopatía.
Con la tremenda crisis en la que entramos ahora con el covid, será habitual que las pequeñas y medianas empresas se endeuden considerablemente y los empresarios y sus familias afiancen personalmente dichas deudas o graben sus bienes, y lo hagan casi de forma irreflexiva o irremediable dando una vuelta más a una espiral de la que cada vez será más difícil salir, por lo que antes de seguir en este camino uno debe parar, reflexionar detenidamente y con terceras personas ajenas al negocio o la familia que puedan tener una visión más objetiva y amplia, explorar caminos alternativos.