Entretenidos (y preocupados) por la ineptitud y la venalidad de nuestros políticos nacionales y autonómicos ante la crisis del coronavirus, nos olvidamos de la caterva de lumbreras que dirigen otros países del mundo. Estamos tan ocupados haciendo frente al optimismo patriótico de Pedro Sánchez, las puñaladas traperas de la oposición y las muestras de miseria moral de los nacionalistas, que no nos queda tiempo para ver lo mal que lo ha hecho Boris Johnson, lo imbécil que puede llegar a ser Jair Bolsonaro o las canalladas que esté tramando Viktor Orban aprovechando la situación. Hasta nos pasa por alto la evidencia de que las tres principales potencias mundiales --Estados Unidos, Rusia y China-- están dirigidas por sendos sujetos que, cada uno a su manera, bordean la demencia e incurren en una inexcusable mala fe. De todos ellos, Donald Trump es el que nos cae más cerca, y ya hemos visto de lo que es capaz: de enviar al hospital a sus seguidores más tontos, dispuestos a atizarse un buen lingotazo de desinfectante para freír al virus (de momento, no se conocen casos de idiotas que se hayan aplicado rayos ultravioletas por el ojete, pero todo se andará).
Aunque hacemos como que no nos damos cuenta, Rusia y China siguen siendo dos dictaduras comunistas controladas, respectivamente, por un antiguo asesino del KGB y un apparatchik del partido único que, entre otras medidas fundamentales, acaba de enviar al trullo durante quince años a un bloguero que decía lo que pensaba de su gobierno. Que nadie espere de Xi Jinping una disculpa por habernos contaminado a todos, ocultando durante meses el alcance de la amenaza, y que no se extrañe de que el animal de Trump le acuse, prácticamente, de haberse inventado el virus para jorobar a Occidente en general y a Estados Unidos en particular. Ante la petición de explicaciones por parte de Europa, el maldito chino ha respondido con chulería y solo le ha faltado enviar a tomar por saco a la señora Von der Leyen. Evidentemente, nadie se cree el número de víctimas mortales que reconoce en su país, pues hace décadas que nadie se cree nada que provenga de una administración comunista.
Los muertos rusos tampoco se los cree nadie, de la misma manera que es muy posible que Kim Jong Un lleve semanas criando malvas y el cadáver acabe recorriendo Pyongyang en coche oficial, como el Cid a lomos de su caballo, sostenido por un palo y maquillado para ofrecer una sonrisa triunfal. Putin solo piensa en seguir en su puesto hasta el día del juicio, y si le preguntas por las bajas del coronavirus, te responderá, si es que se digna hacerlo, que más murieron en la batalla de Stalingrado y se quedará tan ancho.
Comparada con Estados Unidos, China y Rusia, Europa sigue siendo un balneario decadente y que amenaza ruina, pero también lo más parecido a un hábitat razonable. Nuestros políticos son ineptos y venales, ciertamente, pero ninguno de ellos se acerca a la miseria moral de Trump, Putin o Jinping. Y del único que podríamos librarnos a corto plazo sería del Donald, ya que a Vladimir lo adora su pueblo (salvo los inevitables resentidos a los que hay que exiliar, encarcelar o asesinar) y a Xi Jinping lo ha colocado el partido, que es quien lo sustituirá en su momento por otro sujeto aún más despreciable.
Alegrémonos, pues, sumémonos momentáneamente al optimismo patriótico de Pedro Sánchez. El coronavirus pasará y Europa, con todos sus defectos, seguirá siendo un decorado agradable, mientras que Rusia y China continuarán siendo un infierno. Por lo que respecta a Estados Unidos, sus habitantes deberían intentar librarse definitivamente del idiota que hace como que los gobierna, pero para eso los demócratas deberían contar con alguien que no se durmiera durante sus propios discursos, como es el caso del aspirante Biden. En cualquier caso, no me negarán que la actual alineación de catástrofes humanas al frente de las mayores potencias del globo constituye una perfecta puesta en práctica de la ley de Murphy.