Últimamente vengo detectando con inusitada frecuencia, al conversar con amigos, o en los mensajes sarcásticos que muchos lanzan, blanco y en botella, desde sus islas de naufragio pandémico, o al husmear en el cabreo visceral que sobrevuela las redes sociales, un hartazgo vital, un absoluto repudio y desencanto hacia la clase política, en su conjunto, sin excepciones. Y al escuchar o leer esos comentarios me digo para mis adentros: “¡Albricias, parece que ya lo empezamos a entender! ¿Despertaremos de una vez por todas?”
No me malinterpreten. Algunos, demasiados, son más cerriles y empecinados que los defensores de El Álamo. A esa parroquia la encontraremos, día sí y día también, aplaudiendo con las orejas, los párpados y las axilas cada vez que Pedro Sánchez --en su exasperante show Aló Presidente, en horario variable en función del nivel de improvisación-- sube al estrado y suelta, desinhibido y con cara de “ahí me las den todas”: «¡Vamos a desescalar! Y lo haremos juntos y por separado, en una simetría axial, de tipo radial, porque el Estado soy yo, pero gradual, flexible y equidistante; es decir: de mediatriz múltiple, en función de los intereses demoscópicos provinciales y del chantaje, perdón, del paisanaje, de los Gobiernos autonómicos y socios de los que dependemos, tanto en lo insular como en lo peninsular».
Cuando al borde del ictus cerebral, tras titánico esfuerzo intelectual, uno logra aplicar el escalpelo al mensaje recibido, solo le queda prorrumpir en una súplica agónica: “¡Mátame, camión, y acabemos de un 'fruta' vez; Señor, apiádate de mí, y llévame a tu Reino!”. No se rían, que esto no se aplica solo a la vacuidad del doctor Cum Fraude y a su Gobierno de Estultos Diletantes Indocumentados. Aquí no se salva nadie y hay para todos.
Porque si escuchamos lo que dice y la actitud que demuestra la derecha, desde Vox --Santiago Abascal: "Son ustedes un fraude y una calamidad que ha llenado España de féretros invisibles", “(Sánchez) quiere convertir a España en una gigantesca cárcel chavista”-- hasta el PP --Pablo Casado: “Si quiere, puede seguir haciendo el ridículo, pero no nos pida que lo hagamos con usted"--, pasando por el pactismo tardío, salvífico y entreguista, de Inés Arrimadas y Ciudadanos (partido al que le recordaré eternamente el monumental e imperdonable error histórico cometido por su obcecado líder, Albert Rivera, cuando contaba con 52 diputados), uno puede concluir que atrapados como estamos entre dos fuegos, entre una izquierda populista al mando, mentirosa, incompetente y sin plan, y una derecha que se relame y lo descalifica todo --ojo, no sin razón, que la tienen en buena medida--, mientras espera a ver pasar el cadáver del adversario sin arremangarse la camisa y bregar como un solo hombre, lo llevamos claro. Apañados vamos… ¿Hay alguien más ahí, fuera?
De los que quedan fuera de lo dicho hasta aquí no podemos esperar nada. Nada. Son políticos de baja estofa, pura cochambre ni siquiera apta para ser reconvertida en forraje o abono orgánico. Ahí tienen a Gabriel Rufián, que tras una etapa de falso moderamiento, vuelve al gangsterismo político por sus fueros, amenazando al Gobierno de La Balsa de Medusa que es ahora mismo este país, con romper el timón de la almadía si no se cuenta con ellos para todo: «No sé cuánto le importa la legislatura al Gobierno español, pero se han acabado los avisos...». Otro tanto podríamos decir de Quim Torra, activista metido a President, que no pierde comba a la hora de desprestigiar a nivel internacional al Gobierno, protestando ante Bruselas a fin de hacer valer sus propios planes y calendario de desconfinamiento. La deslealtad catalana no tiene fin. Y en el colmo del cinismo, el Govern, después de ocho años insultando lo que no está escrito a todos los españoles, prepara ahora una campaña para fomentar el turismo nacional y salvar en la medida de lo salvable la temporada veraniega.
Pero si ahora mismo hubiera que premiar a un político con la medalla a la abyección moral, deberíamos dársela a Pablo Iglesias --vicepresidente segundo del Gobierno y yugo del que Pedro Sánchez deberá desprenderse cuando estalle, porque estallará, la inevitable crisis de gobierno--, marxista de sobaco alzado de pacotilla que en un ejercicio de crudo matonismo guerracivilista le espetó a María Ruiz, diputada de Vox, en plena sesión del Congreso: «Ustedes representan el odio, la hipocresía y la miseria moral, y les aseguro que España y nuestro pueblo se quitará de encima, por segunda vez en el siglo XX, la inmundicia que representan. Ni siquiera son fascistas, son parásitos». Y todo eso por preguntarle al marqués bolchevique por el drama vivido en las residencias de ancianos, de las que él era responsable y nunca visitó. Lo de Podemos es pura vergüenza. No son ni serán Gobierno jamás, ni siquiera son demócratas, solo una pandilla de populistas educados en el odio al contrario.
No les canso más. Podría relacionar incontables ejemplos y detalles vividos y anotados en los últimos días. Así son las cosas. No solo debemos enfrentar con el corazón encogido el inmenso drama que supone vivir rodeados por decenas de miles de muertos, el hecho de estar confinados, y la certeza de que la tormenta perfecta económica ya oscurece por completo el horizonte, sino que, para colmo, nos vemos obligados a respirar, a través de las mascarillas, un aire envenenado por el odio viejo guerracivilista y fratricida. No aprenderemos jamás. No hay manera de enterrar los garrotes goyescos e ir todos a una, abandonando trincheras, banderas, dogmas y filias políticas ante un mal mayor, jugándonos lo que nos estamos jugando en esta contienda. Todo. Absolutamente todo.
España no es país para viejos. No lo es. Eso ha quedado muy claro. Ninguna bandera a media asta, ni lazos ni crespones negros, ni Gobierno con corbata de riguroso luto. Pero España tampoco es país para demócratas, para librepensadores, para hombres y mujeres maduros, reflexivos, analíticos, liberados de cualquier servilismo político, hastiados del exasperante cainismo enquistado en nuestra sociedad. No lo sé, deberán perdonarme este arrebato de pesimismo, pero en días como hoy, cuando evidencio la absoluta falta de unidad en horas cruciales, claudico de mis quimeras, de mis ensoñaciones utópicas, y acepto de bruces la realidad. La realidad es que tenemos a los políticos que nos merecemos. Ni más ni menos. Y así nos va.