La desescalada del Covid es la marcha fúnebre del nacionalismo. Urkullu y Torra le pidieron a Sánchez quedarse ellos con la marca territorial del desconfinamiento. Pero el jefe del Ejecutivo les envió a Grande-Marlaska --grande en más de un sentido-- juez riguroso, que no concedió ni un milímetro al terrorismo vasco de otro tiempo. Y Marlaska se las ingenió para ponerles en su sitio: estos dos harán de gobernadores civiles.
Torra podrá entrenarse delante del espejo, haciendo de Tomás Garicano Goñi, aquel jefe provincial de Barcelona que en 1967 le devolvió la legalidad al Òmnium Cultural fundado por Lluís Carulla, Félix Millet i Maristany, Joan Baptista Cendrós, Joan Vallvé y Pau Riera. Garicano llegó a sentirse muy vinculado al escenario civil de un tiempo de renuncias políticas, en el que el Caudillo se paseaba bajo palio por la explanada del Monasterio de Montserrat y atravesaba de la misma guisa el portal gótico de la Catedral de Barcelona, restaurado, gracias al banquero Manuel Girona i Agrafel. Cuando la católica España señoreaba a la Cataluña cristiana, la mayoría silenciosa, en vez de cabrearse como es debido, se arremolinaba en Vía Layetana para ver a la Guardia Mora. Los soldados del Rif, flanqueaban a caballo el Rolls Royce Fantom IV, que utilizó Franco; un coche blindado del que el Pardo adquirió tres unidades, que todavía se utilizan y se conservan en el parque móvil de la Casa Real.
Garicano, gobernador y jurista, actuó en los juicios de la revolución asturiana de octubre de 1934 y poco después fue agente de la conspiración militar urdida por Mola, como enlace con la Marina y la VIII Región Militar; ya en plena contienda perteneció a la llamada Quinta de Navarra, una división de la que el hispanista Paul Preston ha ofrecido detalles perturbadores en El holocausto español (Debate). Antes de reblandecer su inclinación al halconato, Garicano perteneció a la Asociación Nacional de Propagandistas Católicos, una tendencia que siempre tuvo cartel en Barcelona .
Ahora, el constitucionalismo de platea y bombín es una farsa. La derecha compasiva se ha hecho invasiva para impedir que Pablo Iglesias convierta Madrid en una Estalingrado, la nueva Jerusalén liberada. Pero no olvidemos que para evitar calamidades como el 30% de paro, el Estado debe echar mano a sus aparatos, bajo su núcleo de gestión, el Gobierno. Y si el Ejecutivo es hijo del rojerío, pues nada, pan con sal, que apechugue la sacrosanta procesión de votos, montada por Abascal y seguida, a una distancia prudente, por Pablo Casado. Que apechugue como lo hacen Torra y Urkullu, que han querido autonomizar la pandemia (semejante incordio), frente a Sanidad, que ni caso. Salvador Illa, porte sereno, ya desescala por provincias; y me permito añadir que lo hace por provincias esparcidas sobre la piel de toro, con sus correspondientes gobernadores civiles, enjaulados y escuchando Radio Nacional en la frecuencia de los espías.
Y las provincias desconfinarán por comarcas, grandes ciudades y poblaciones pequeñas, pueblo a pueblo, como van los afiladores y los que cardan la lana; será probablemente entonces, cuando el dichoso coronavirus rinda sus pendones a las puertas de alguna sacristía de arcipreste con birrete. Todavía es pronto.
La pandemia no es algo que pueda dejarse en manos de Torra, el incapaz que ha presentado el Presupuesto para subirse la pensión y dar una vuelta de tuerca a la maraña tributaria que es la Cataluña actual. Desconfinar tampoco es una cuestión doctrinal, entre Keynesianos y liberales, como lo plantean el dirigente de Vox, Espinosa de los Monteros, o Daniel Lacalle, el economista orgánico del PP jotero.
A estos se les calienta el pico cada vez que ven la posibilidad de apuntar a Sánchez desde una cámara de TV; sin desmerecer a otros puntales de la opinión diestra, más acendrados, como Javier Fernández-Lasquetty o el granadino Pablo Hispan, muy próximo a la vicesecretaria del PP, Andrea Levy. Lasquetty e Hispan adoctrinan desde la Red Floridablanca, el think tank liberal de gente de bien, como Manuel Pastor, Eugenio Nasarre, Alicia Delibes, Tom Burns, Florentino Portero o Javier Ruipérez. Ninguno de los citados encaja con la vieja guardia de Génova, una estirpe en trance de extinción que siempre ha seguido al jefe (fuese cual fuese, pero mejor que fuese Mariano).
Se supone que los presidentes-gobernadores civiles adiestran en materia de desconfinamiento a la Generalitat y al Palacio de Ajuria Enea. Aunque es duro de mollera, a Torra no le costará adaptarse; de hecho, no le importa nada, mientras no le exijan que convoque elecciones. En su choco, la clase media catalana, abunda el redentorismo. El bajón anunciado para después de la pandemia oscurece a los hiperventilados, que han dejado de hablar de su República celestial y ahora solo dicen aquello de primum vivere.
Ya ocurrió en la anterior posguerra, cuando Felipe Acedo Colunga, jefe del Movimiento y Gobernador civil (anterior a Garicano) dominó la ciudad, desmontó las barracas de Montjuic y construyó las del Congreso Eucarístico. Era aficionado al Barça, con palco personal en el antiguo estadio de Les Corts y llegó a dominar el Paralelo, arteria del Music Hall. En las noches de función, Acedo solo tenía ojos para Tania Doris, la gran vedette del Apolo, protagonista inspiradora de Una comedia ligera (Seix Barral), la novela inolvidable de Eduardo Mendoza, pulmón de la posguerra en Barcelona, cuyo dramátis personae se extravió algún día entre las musas.