Es pronto para saber cómo juzgará la opinión pública el papel desarrollado por cada gobierno y administración en esta descomunal crisis. De nuevo es muy probable que los mejor valorados sean los ayuntamientos y las corporaciones locales, independientemente de su color político. Ya veremos si en Madrid, Cataluña o Castilla y León la infame gestión en las residencias de ancianos, donde el balance de muertos es aterrador, pasará factura a los ejecutivos autonómicos. Pero es el Gobierno español quien ha asumido el mayor protagonismo político y mediático este último mes como resultado de la declaración del estado de alarma. La suya es una responsabilidad indelegable donde los aciertos tendrán escaso reconocimiento público y, en cambio, los errores, vacilaciones o fallos le serán recordados cada día tanto por la oposición de derechas como por los partidos secesionistas y sus altavoces.
Por eso llama la atención lo poco que se subraya que esta experiencia de Gobierno de coalición, integrado por ministros de PSOE e Unidas Podemos, que está mostrando un nivel de cohesión interna por la que nadie hubiera apostado cuando se formó hace exactamente tres meses. Recordemos que este Ejecutivo no es fruto de la convicción sino de la pura necesidad, tras unas segundas elecciones generales en 2019 que dejaron a ambas fuerzas más débiles y dependientes de los partidos soberanistas.
Y que solo el miedo a un nuevo bloqueo parlamentario y a otra repetición electoral, cuyo resultado hubiera sido previsiblemente desastroso para socialistas y morados, forzó el acuerdo entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias cuando no habían pasado ni 48 horas de las elecciones del 10 de noviembre. Las circunstancias del pacto y la composición elefantiásica del Gobierno de izquierdas, con 4 vicepresidentes y 18 ministros, no auguraba mucha harmonía interna. Desde el primer día se afirmó que era improbable que agotara la legislatura tanto por su precaria mayoría parlamentaria como por las desconfianzas mutuas, empezando por la larga lista de rifirrafes que acumulaban sus líderes. Mucho se escribió también sobre que un cambio del escenario económico, que antes del coronavirus ya estaba encima de la mesa para el 2021, acabaría socavando la coalición gubernamental.
Contra todo pronóstico, en un momento de máximo estrés, cuando el programa de gobierno acordado ya no sirve y la incertidumbre sobre el futuro no puede ser más alta, sorprende la fortaleza interna del Ejecutivo. Que los ministros designados por Sánchez al frente de la gestión de la crisis sean todos socialistas (Salvador Illa, Margarita Robles, José Luis Ábalos y Fernando Grande-Marlaska), podría haber dado lugar a una desafección de Unidas Podemos y a una estrategia para marcar distancias. Igualmente lo más fácil es que alguna decisión polémica, como la de reanudar las actividades económicas no esenciales tras el largo paréntesis de Semana Santa, hubiera abierto una visible grieta. Pero no ha sido así.
Es evidente que hay diferencias entre los socios, aunque algunas son más transversales de lo que a veces se supone, por ejemplo, no todos los ministros del PSOE piensan como Nadia Calviño. Pero en ningún caso los contenidos concretos de esos debates trascienden las deliberaciones del Consejo de Ministros. Transcurrido un mes de la crisis sanitaria y cuando lo peor de lo peor ya ha pasado en cuanto al pico de muertos y contagios, se puede afirmar que el Gobierno de coalición saldrá vivo o se estrellará contra las rocas del coronavirus pero que lo hará razonablemente cohesionado. Y eso se puede afirmar al margen de si sus decisiones gustan más o menos.