Aunque pueda sorprender a muchos, España no es tan diferente a otros países avanzados en su respuesta sanitaria a la pandemia. Basta con interesarse por lo que sucede en países de nuestro entorno, como Francia, Gran Bretaña o Estados Unidos, y vemos que el grado de confusión y descontrol es similar al nuestro. Así, a las recomendaciones de un alto cargo, se suceden las de otro que, al cabo de unas horas, recomienda lo contrario; todos buscan como sea fabricar mascarillas o respiradores, y nadie sabe cómo y cuándo va a estabilizarse el virus Y, para alguno de ellos, lo peor está por llegar, pese a que la advertencia española, tras la italiana, resultaba ya contundente.
Lo que más me sorprende es que, mientras en los países señalados, la ciudadanía tiende a reconocer la labor del gobierno, en España sucede lo contrario. Ante ello, muchos argumentan que, sencillamente, el gobierno es muy incapaz, y se quedan tan tranquilos. Pero me resisto a creer que, aún asumiendo dicha incapacidad gubernamental, ésta sea la única razón. Añadiría otra, y muy preocupante: la dinámica del todos contra todos en que nos hemos ido sumiendo desde hace tiempo; el entender la vida colectiva como un enfrentamiento; la repetición sistemática de consignas de una u otra parte, aún en las trágicas circunstancias que estamos viviendo.
Quim Torra y los suyos han venido a decir que muchos muertos son responsabilidad del “estado español”, por no aplicar el confinamiento total. Y no se han quedado solos, otras Comunidades, gobernadas por el PP, también han acusado directamente al gobierno de Pedro Sánchez. En Cataluña, en respuesta a dichos ataques, circulan vídeos para mostrar cómo la Generalitat también fue incapaz de entender lo que se venía encima. La derecha acusa a PSOE y Podemos por las manifestaciones del día de la mujer, y el constitucionalismo catalán a Puigdemont y los suyos por la de Perpignan. La derecha ya empieza a sacar pecho por cómo de bien han respondido los servicios públicos gestionados privadamente, y poco tardará la izquierda en afirmar que el responsable del desastre es esa corriente liberal que ha ido deteriorando la sanidad pública. Y podríamos seguir.
En este entorno, en pocos días, nos vamos a encontrar con unos destrozos enormes que habrá que recomponer. Sin ir más lejos, a los tres millones largos de parados, sumemos los millones de autónomos que han perdido su ocupación, y la parte considerable de personas afectadas por los ERTE que no podrán recuperar su puesto de trabajo. Sin pecar de pesimistas, nos podemos situar en, fácilmente, más de seis millones de parados, unas cuentas públicas despedazadas, y muchas empresas imposibilitadas de retomar la actividad.
Estas circunstancias requerirían de un gran acuerdo para recomponer los destrozos. Se habla mucho de una nueva versión de los Pactos de la Moncloa, y coincido en su conveniencia pues, además, considero más compleja la labor que nos espera hoy, que aquella que desarrollaron con enorme acierto los líderes de la Transición. No tanto por las circunstancias, como por ese clima de radicalidad, cuando no odio, al que me refería.
Una dinámica que ubicamos en la política, y es cierto. Pero los políticos no viven en un mundo aparte. Escuchémonos a nosotros mismos y al vecino y, de tener coraje, asumiremos que hemos entrado, como sociedad, en una dinámica tan destructiva como incomprensible.
La crisis del coronavirus debería servir de punto de inflexión para retornar a lo mejor del mundo de ayer. Aquella manera de entender la política y la economía que tanto se ha despreciado. Y que ya vemos a donde nos ha llevado. Y a donde nos puede llevar, de no frenar el virus de la radicalidad.