En 1918, George H. Mead (1863-1931), filósofo norteamericano y uno de los teóricos del conductismo social, publicó en una revista académica –The American Journal of Sociology– un artículo en el que advertía sobre los extraordinarios peligros de construir la cohesión social a partir de la cultura del horror, esa costumbre ancestral que consiste en congregar a los que son distintos por naturaleza –todos los sujetos– alrededor de un enemigo común. Mead creía que el intenso sentimiento de solidaridad tribal que se experimenta ante una desgracia, ese fenómeno básicamente emocional, anula el libre juicio del individuo y destruye los valores aceptados por todos, abriendo así el camino para conductas viscerales e involucionistas. 

En esta segunda quincena de marzo, llena de muertes, contagios, caos, enfermedad, mentiras, lágrimas y espanto hemos perdido nuestra libertad –el hecho de salir de casa es ya un delito–, muchos se han quedado (o se quedarán) sin trabajo, la vida de demasiados se ha esfumado y hasta la esperanza se ha convertido en un astro remoto. No son quebrantos menores para tan pocos días. Parecen una réplica de las plagas del antiguo Egipto. Semejante temporal de desgracias nos indica que nos encontramos en mitad de uno de esos giros de la historia en los que todo aquello que creíamos indudable se ha derrumbado y emerge, omnipotente, el vacío. La página en blanco. Otra vida que nos acerca a la muerte. El consorcio de los desamparados.

Una época se ha marchado y comienza otra, incierta, en la que carecemos de un argumento sólido para escribir la novela de nuestra reconstrucción. Sobre todo, moral. Hasta los políticos más populistas –desde Boris Johnson a Torra, pasado por Pablo Iglesias y Cía– están en cuarentena o han sido contaminados por el Covid-19, que además de la gran desgracia de nuestro tiempo, puede terminar siendo una vacuna pasajera, aunque no definitiva, contra quienes seducen a las masas con promesas imposibles y respuestas tan simples como letales. 

Jean Delumeau, historiador francés, cita en su ensayo El miedo de Occidente (Taurus) un antiguo proverbio latino: “Elogiad al mar, pero permaneced en la orilla”. Por si acaso. He aquí la ley suprema del nuevo tiempo: la desconfianza social que ya se ha instalado en el imaginario contemporáneo no es una visita pasajera. Han regresado para quedarse. Delumeau distingue entre pavores naturales y miedos culturales. De los primeros, pasajeros e hijos las circunstancias, nacen los segundos, que son permanentes y cambian el mundo al convertirnos a todos en seres amenazados. El coronavirus nos aboca a un retroceso cultural, nos obliga a un regreso hacia el pretérito y augura un presente inmediato donde la libertad será sacrificada en favor de una seguridad que, aunque sea imposible, se nos presentará como el ideal supremo. 

Ni siquiera ha hecho falta un apocalipsis ambiental para que descubramos la fragilidad de nuestras certezas. Ha bastado un virus al que combatimos como en el siglo XIV: confinándonos, huyendo, evitando vivir para sobrevivir. No deja de ser una broma cruel del destino: debemos morir (metafóricamente) ahora para resucitar, pero lo que nos espera tras esta tempestad no es ningún paraíso celestial. Va ser un mundo diferente donde todo se tornará más extraño y difícil. De entrada, nos recibe una crisis económica que nos hará muchos más pobres e inseguros. 

Nuestras ciudades ya son jaulas, pero pueden acabar transformándose en prisiones duraderas donde viviremos la vida en régimen abierto. El fracaso de Europa amenaza con devolvernos al tiempo de los nacionalismos. La vuelta forzosa a una Edad Media de banderas donde, atados con grilletes a la Tierra en la que nacimos, resurgirá la desconfianza ante los extraños y se extenderá la infame religión de los chivos expiatorios, inaugurada por Tucídices el día en el que culpó de la peste que asolaba a la Atenas de su época a los espartanos. 

La vida se ha vuelto mórbida y los hombres, a los que un progreso de siglos nos había librado de las cadenas mentales que los ataban a nuestra propia familia, reclamarán a los nuevos mesías que los rediman de sí mismos. Los gobiernos ya usan el término disciplina social para justificar la abolición de las libertades individuales básicas. Es exactamente el mismo mensaje que, en tiempos no tan lejanos, todavía predicaba la Iglesia. Es inevitable: el poder va a cambiar de manos. Será entregado a quienes sean capaces de capitalizar el horror. Este es el presagio de lo que nos espera. Una distopía hecha realidad duradera. Bienvenidos al futuro. Como escribió Leonard Cohen, "it's murder".