Llegué a Madrid el domingo desde Colombia, a tiempo para ver por televisión la comparecencia de cuatro ministros anunciando cual cuatro jinetes del apocalipsis la plaga que amenaza con nuestro fin. Así pues, era verdad: se iba a prohibir salir a la calle a todo el mundo y hasta hablar con tu vecino, patrullas de policías iban a controlar todos nuestros pasos y podían llevarte a la cárcel como un criminal que atenta contra la vida de los demás si desobedeces. Al recibir días antes de volver un alud de llamadas de mis amigos --unos no vuelvas, otros vente corriendo antes de que cancelen todos los vuelos-- pensé que todos habían enloquecido, que habían entrado en un estado de sugestión colectiva.
Como no creo en las brujas, pero haberlas, haylas, por si acaso me encerré en casa hasta el martes, cuando se hizo evidente que tenía que salir a por comida. Viniendo de una ciudad de contaminación cero a una de las ciudades más contaminadas por el Covid-19 del planeta no dejaba de impresionarme.
Sólo aún por si acaso, salí pues por primera vez a la calle pertrechada como para ir a la guerra, añadiendo a la consabida mascarilla y gel desinfectante unos guantes de latex, gafas de sol y un anorak con capucha. Parecía un país en toque de queda: una ciudad desierta y algún coche de policía patrullando las calles en busca de desobedientes.
Así llegué al súper para mi primer intento de abastecimiento. No había tenido ocasión de conocer las avalanchas de dos o tres días antes, y los pocos clientes que circulaban por los pasillos iban en su mayoría con mascarillas de máxima protección, guantes de latex, solos, en silencio, guardando religiosamente las distancias. Todos ellos como accionados por un mandato externo, con ese convencimiento de que basta con repetir los gestos correctos en el orden correcto para estar a salvo. Hay que ver lo que puede hacer el miedo. Pero no en todos, pronto iba a descubrir.
Podía haber encargado la comida por teléfono, para mayor seguridad, me habían dicho, pero ahora, ante la vision de las viandas frescas, me alegraba con el primer respiro del estado de realidad virtual en la que llevaba dos días inmersa. Parecía todo tan seguro. Estaba además en el mejor súper de España, o eso dicen sus precios, supuestamente en correspondencia con la superior calidad de sus productos y de su selecta y exigente clientela, con sucursales abiertas en los barrios de alto poder adquisitivo de Madrid. Como habréis adivinado, por las veces que ha salido en televisión como el súper más caro de España, se trata del Sánchez Romero. ¿Qué podía pasarle a uno aquí?
Hasta que llegué al largo mostrador donde sirven carnes, quesos y embutidos. Los seis o siete dependientes charlaban entre ellos, apelotonándose por momentos, como si no pasara nada. Lo que hasta cierto punto resultaba tranquilizador, como esas azafatas que te dicen que no pasa nada mientras el avión se estrella. La mayoría tras el mostrador llevaba mascarilla y guantes, todo bien, hasta que observé que el que me atendía a mí llevaba la mascarilla por debajo de la nariz, lo que le obligaba a toqueteársela todo el rato para mantener el resbaladizo trapito por encima de la boca, con lo cual sus dedos, eso sí enguantados con latex, iban constantemente de los orificios de su nariz a la carne que estaba cortando y manipulando para mí. “Señor, esa no es manera de llevar la mascarilla --le llamé la atención--. No sirve de nada si no se cubre la nariz con ella”.
Al hacer el ademán de colocársela bien, di por buena la medida y pensé que muy mala suerte iba a tener si ese empleado había pasado algún virus a mi compra. Hasta que al girarme para coger otro producto me di cuenta de que no había esperado ni a que me diera la vuelta para volver a bajarse su mascarilla y dedicarse a toquetearse la nariz que le picaba, mientras esperaba apostado sobre las carnes al próximo cliente.
Me quejė al encargado y devolví la carne al mostrador. El encargado me dijo que iba a ocuparse del tema. No sé si lo hizo, lo cierto es que cada vez que me encontraba con el mostrador de las carnes de frente veía como más de uno de sus dependientes se subía y bajaba su mascarilla en función de si se acercaba o no un cliente. Con todas las bromas que se habían hecho con el gesto del alcalde de Madrid que apareció por televisión tocándose furtivamente la cara mientras anunciaba como medida protectora básica evitar todo contacto con la nariz, reservorio y foco principal de transmisión del virus, no podía creer que no se hubieran enterado.
Lo cierto es que no todos los dependientes del súper actuaban de la misma forma. En la frutería, el comportamiento y manipulación de los productos por parte de los dependientes era modélico. Y lo mismo podría haber dicho de buena parte de las cajeras, si les hubieran dejado tiempo y dado los medios para desinfectarse las manos y la bandeja corredera entre compra y compra.
Con su mascarilla bien calzada, sentadas a una distancia prudente, acaso sabiendo las propias cajeras que son uno de los colectivos que más expuestos han estado y siguen estando al virus. El azar quiso, sin embargo, que me tocara pasar por la caja del único empleado dedicado a reproducir exactamente los mismos gestos del que ya me había tocado en la carnicería. La diferencia es que ahora sus manos no iban directamente de su nariz a la carne, si no a los productos y frutas que corrian por la cinta. Si era evidente que a ambos dependientes les molestaba tener que respirar a travės de una mascarilla, éste ni siquiera llevaba una mascarilla limpia y adecuada.
La mascarilla, sobada, ancha, deformada, que él seguía deformando entre producto y producto que pasaba por la cinta, girándola de dentro para afuera en una especie de dobladillo, vertiendo hacia el exterior cualquier cosa que se hubiera podido segregar dentro de esa mascarilla. Estuve por decirle que para esto, era mejor no llevar mascarilla. Ni guantes. Tan contaminados probablemente como su mascarilla, si no de éste de otros muchos gérmenes. Todo eso sucedía delante del mismo encargado al que me había quejado minutos antes, quien iba poniendo los productos en cajas de cartón que me enviarían a casa, mientras me ofrecía los servicios a domicilio por teléfono o la web para mi próximo pedido.
Si se atrevían a actuar así delante de la clientela más exigente de Madrid, me pregunté qué no harían en la trastienda, allí donde habían cortado la carne y otros productos que sí me había llevado empaquetados, creyendo que eran más seguros.
Cuando al poco rato, el repartidor llegó con las pesadas cajas de mi compra, se quedó a dos metros de mi puerta diciendo que no podía entrarlas por seguridad. Iba, éste sí, bien pertrechado con su mascarilla aparentemente limpia y bien calzada, y parecía muy consciente de todos los peligros del enemigo invisible.
Le felicité por su celo en guardar tantas medidas de protección, y le confesé que me habría gustado encontrar las mismas en el súper y tener las garantías de que el virus no viajaba ya dentro de esas cajas que con tanta precaución me dejaba en el descansillo.
Parecería que eso de las mascarillas era un paripé que están adoptando muchos en la cadena alimentaria, descubría asombrada cuando al poner el telediario veía un reportaje encomiando la labor del dueño de un restaurante llevando comida a domicilio con una mascarilla calada de idéntica manera. Y un paripé más peligroso que no llevarlas.
Estaba visto que la protección e higiene dependía exclusivamente de la conciencia y actitud individual de cada empleado. Igual que las medidas que está adoptando cada súper o empresa, porque ahí no patrullan la policía ni la UME con sus mangueras desinfectantes y controlando como se observan las normas. Entre otras cosas, porque todavía no hemos visto a Sanidad dictando normas claras relacionadas con la cadena de alimentación, darnos razón de qué inspectores y cómo han sido formados para su vigilancia e implementación, de cuántos establecimientos han visitado, cuántos han sido sancionados. Aunque afortunadamente varias cadenas de alimentación, sobre todo en Cataluña, se adelantaron a adoptar medidas higiénicas y sanitarias, nada obliga a las demás.
En esta batalla microscópica, todo gesto diminuto importa. No puede dejarse al albur de cada cual o a la buena voluntad de cada empresa las medidas de protección que afectan a todos.
Ha sido necesaria la escabechina de ancianos en residencias para que el Gobierno se decidiera a anunciar el miércoles la elaboración de un protocolo de actuación para ellas. ¿Para cuándo uno que asegure corredores de higiene para la cadena alimentaria? Vivimos en la opacidad total sobre como está funcionando, qué peligros encierra, por qué manos pasan, cómo se están manipulando nuestros alimentos.
Sabemos que los súpermercados han sido uno de los lugares más expuestos en función de las avalanchas y los muchos clientes que siguen pasando por ellos; que el Covid-19 vive largo tiempo en las superficies de metales y plásticos como aquellos en los que nos llevamos envuelta nuestra comida, y que aunque el virus no viene dentro de los alimentos como la salmonella, nada indica que no pueda venir en la superficie de una manzana o con cualquier otro alimento sobre el que ha estornudado o tocado un infectado.
Cuando hablamos del radical modelo chino de confinamiento domiciliario que tanto éxito parece haber tenido en torcer la curva de propagación del coronavirus, omitimos decir que incluye la última médida que nadie desearía ver en nuestro país: el reparto a domicilio de comida por el ejército.
En otras palabras, han militarizado la cadena alimentaria para asegurar su control. Sin tener que llegar a esta medida tan horrible, tal vez hay muchos pasos que no se han dado. ¿Qué tal sería tomar la temperatura o hacer pruebas a los empleados antes de incorporarse a su trabajo?
Uno de los efectos más perversos de esta epidemia es convertinos en policías unos de otros, pero también podemos aprender de ella tomando conciencia de las consecuencias de nuestros actos y aplicando la transparecia para que nadie tengamos que elucubrar sobre qué viene con nuestra comida.