Después de haber elogiado durante años el papel de la Corona en la Transición y de haber defendido particularmente la actuación de Felipe VI en las difíciles circunstancias que heredó de su padre, el silencio del monarca estos últimos días resulta incomprensible para gran parte de la ciudadanía en medio de la hecatombe sanitaria y socioeconómica provocada por el coronavirus.
Es desconcertante que el rey, cuyos mensajes han sido siempre oportunos, valientes y claros, no haya dicho nada todavía. La noche del pasado domingo, horas antes de que entrasen en vigor las medidas del estado de alarma, en el momento que más falta hacia escuchar palabras de unidad, solidaridad, disciplina y confianza para afrontar unas semanas dramáticas, el jefe del Estado no apareció en nuestras pantallas. Y no será hasta hoy miércoles que, primero, se reúna con el presidente del Gobierno y el comité técnico de gestión de la crisis y luego, ya a la noche, se dirija a toda la población.
Felipe VI ha estado desaparecido en un momento de emergencia nacional y ha permanecido callado porque en paralelo se ha revelado su condición de segundo beneficiario de una fundación off shore, con sede en Panamá, en la que el ahora rey emérito recibió 100 millones de dólares de Arabia Saudí.
Que Felipe VI haya declarado ante notario que no sabía nada de esos negocios ilegales de su padre y haya renunciado a la herencia que le pueda corresponder proveniente de ese dinero, además de retirarle la asignación económica que como miembro de la Casa Real recibía Juan Carlos I desde que abdicó en 2014, son gestos sin duda imprescindibles pero insuficientes ante la gravedad de las informaciones.
Aunque los hechos ilícitos que haya podido cometer el rey emérito mientras reinó no puedan ser juzgados en España, es obligatorio conocer el origen de esos fondos y determinar si él se ha podido lucrar posteriormente. Cuando las autoridades judiciales suizas entreguen a la Fiscalía española y a la Audiencia Nacional toda la información sobre esas supuestas cuentas en el país helvético, tiene que investigarse a fondo y llegar hasta el final con todas las consecuencias.
El admirado rey de la transición ha conseguido dilapidar todo su prestigio no solo por errores como irse de caza a África cuando la sociedad española sufría la severidad de la crisis y de los recortes sociales, sino por sobre todo porque su figura queda ya asociada para siempre con la corrupción.
Es obligatorio que Felipe VI ofrezca explicaciones ante la única autoridad competente, que no es otra que la justicia, para que sea incuestionable su palabra de que nunca consintió ser beneficiario de esos fondos ilícitos. Entre tanto, la mejor forma de dar credibilidad a sus gestos es actuando como si todo eso no existiera, es decir, actuando en el momento y lugar que le corresponde como jefe del Estado, empezando por ese mensaje que hoy finalmente ofrecerá al país e implicándose a fondo como máximo referente institucional en la lucha contra el coronavirus y sus graves consecuencias para la vida social y económica.
De lo contrario, sus meritorios esfuerzos por salvar la Corona de la situación comprometida que heredó de su padre, así como de los escándalos que han salpicado a otros miembros de su familia, pueden fundirse rápidamente. Y esto es lo último que ahora mismo necesitamos.